Mánigunaa’ es una bestia peluda, escamosa y con pezuñas gigantes. Aunque ella no lo sabe. No hasta que un humano blanco llega a su pueblo y le dice lo que es: un animal. Esta noticia, lejos de desanimarla, le alimenta la curiosidad y la lleva a subirse a un avión para conocer por qué estos seres dicen ser mejor que ella, solo por tener la piel blanca. A través de este relato fantástico, Brenda Biaani reflexiona sobre las emociones y los pensamientos que atraviesan a las personas migrantes cuando están a punto de cruzar las fronteras. Este texto recibió el segundo premio de la categoría de Narrativa del 1.er Premio de Escritura Creativa En Palabras [relatos migrantes].
Mánigunaa‘
Por: Brenda Biaani
Años después, en la sala de espera de aquel aeropuerto, la mente de Mánigunaa’, evocó las palabras que el primer humano que conoció le dijo: “Ustedes, los otros, los condenados de la tierra crecerán y morirán sin pena ni gloria, ¡sépanlo! Aun ustedes, los animales educados, blancos por dentro, pero con escamas por fuera, no pueden ser humanos ¡son animales! Solo basta ver cómo en nuestras tierras humanas todo se resuelve en paz. Lo humano es algo a lo que ustedes aspirarán, pero que nunca serán.” En aquel preciso instante, Mánigunaa’ recuerda haberse notado las pezuñas por primera vez. Ella nunca había sido consciente de tener escamas en la piel tampoco. Pero a los cinco años y recién aprendida a hablar, entendió perfectamente aquellas palabras. Ese día, Mánigunaa’ llegó a casa llorando y le preguntó a su abuela:
—Abuela, abuela, ¿por qué hablamos diferente a ellos? ¿Por qué tengo escamas?
La abuela sin saber qué contestar, apenas pudo decir:
—Hija, al menos tus escamas son un poco más claras, casi no se ven. Si te quedas callada, no notarán que no eres humana—. E intentó consolarla como a un pequeño animal en plena crisis existencial. Ese día, Mánigunaa’ decidió entonces estudiar a los humanos de cerca. “Algún día viajaré a sus tierras a entender por qué no tienen escamas y solo tienen piel blanca”, se prometió y hasta entonces nunca dejó de preguntarse: “¿Por qué son mejores? ¿Por qué hay paz? ¿Por qué no se matan? ¿Por qué me desprecian aun siendo yo blanca?”.
Algunos años después, Mánigunaa’ tomaba un avión hacia las tierras humanas. Nunca le habían sudado tanto las axilas, pero ese día sus poros regaban a mares todo su cuerpo velloso. Al aterrizar el avión, Mánigunaa’, aquel ser pálido, de ojos grandes hundidos y que rondaba ya los 25 años, se bajó tiritando de angustia por no saber dónde estaba y si los humanos la aceptarían. Aún confusa, se acercó a la frontera y divisó a lo lejos un horizonte invisible con el cual otras y otros como ella se topaban de frente. Sin embargo, los humanos cruzaban como si de la nada se tratase esa línea divisoria. Mánigunaa’ se arrastró hacia un banco cercano a respirar y a tratar de calmarse un poco. Hacía varios años que soñaba con cruzar esa línea, aunque no tenía claro el porqué de esa obsesión. Quizás, en sus adentros, Mánigunaa’ creía que sería más humana si lo hacía; quizás, en sus adentros, Mánigunaa’ pensaba que sus garras o sus pelos largos o su piel escamosa o sus manos grandes y tozudas transmutarían hasta parecerse cada vez más a los de los humanos. Poco a poco, Mánigunaa’ se calmó, tomó aire y se estiró hasta escuchar el crujir de su columna vertebral y pasó al baño, donde se remojó las axilas vellosas y sudorosas que desprendían olor a animal de rancho. Mánigunaa’ entonces se puso de pie y caminó hacia la frontera.
Mánigunaa’ siempre pensó que si cuando cruzase la línea tan solo esa pezuña desapareciese, ella podría ser humana
Al cruzar no lloró ni tembló, se mantuvo firme, incluso cuando estando ya del otro lado, le pidieron sus identificaciones, e incluso cuando le incrustaron el sello en lo más profundo del culo para identificarla. Mánigunaa’ solo recuerda sentir rabia en el momento en el que, estando agachada y mientras le sellaban el culo, vio a lo lejos a los humanos cruzar como si nada por aquella línea invisible que llamaban frontera. Centró entonces su mirada en la pezuña más larga que tenía. Le sobresalía de los zapatos, era filosa y oscura, y tenía pequeñas manchas blancas. Era la pezuña que más le daba vergüenza, porque era el símbolo con el cual la identificaban como un ser no-ser; uno de esos animales disfrazados de humanos que, a veces, si no se le miraba con cuidado, podría llegar a confundir al observador y hacerle pensar por un momento que era humano. Hasta que notaba la pezuña del pie derecho.
Mánigunaa’ siempre pensó que si cuando cruzase la línea tan solo esa pezuña desapareciese, ella podría ser humana. Pero la pezuña no desapareció, sino todo lo contrario, en ese momento mirando detenidamente, se dio cuenta de que las otras pezuñas le habían crecido. Ahora todas eran más grandes y notorias en ambas extremidades. A pesar de ello, a Mánigunaa’ no le molestó, como lo hubiese supuesto tiempo atrás. A Mánigunaa’ le gustó. Mientras pensaba esto, los humanos que le hacían la yerra fronteriza la pusieron de pie y le dieron una nalgada para que entrara a la tierra de los humanos. Mánigunaa’, ahora caminando un poco más encorvada por el efecto de sus nuevas pezuñas, terminó de cruzar la frontera más animal, más bestia, más ella. En aquel preciso instante a Mánigunaa’ le quedó claro que en las tierras humanas no todo se resuelve en paz y que lo humano es algo que ella no desearía ser.