Me sentía acosada y despojada de todo

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Carmela Cruz Vicencio nació en el seno de una familia humilde de Veracruz, México. Era una más de un total de once hermanos a los que mantener, hasta que un día una señora le ofreció la oportunidad de viajar a Europa a trabajar. Ella aceptó sin dudarlo. En principio sería solo un año en las cocinas de un restaurante mexicano en Barcelona. Cuando Carmela llegó a la capital catalana se dio cuenta de que todo era muy diferente: la ciudad, la gente, el idioma; pero también sus condiciones de vida eran muy distintas a las que le habían prometido. En este relato, Carmela nos cuenta lo que tuvo que afrontar para recuperar la libertad lejos de su hogar.

Qué diferente es todo

Por: Carmela Cruz Vicencio

Era un verano muy caluroso cuando yo llegué a mi casa en Veracruz con la señora Susana. Mis padres no sabían quién era ella y yo les dije que era una conocida de mi hermana. En realidad, yo había ido a casa para sacar unos papeles y así poder viajar a Europa.

—¡Cómo es posible!  —exclamó mi padre.

—Solo es un año —replicó la señora, firmando un papel que ella misma había escrito, y añadió—: ¿O es que quieren dinero?

Mi madre respondió ofendida:

—Yo no quiero dinero, pues no estoy vendiendo a mi hija. —La frase no pudo ser más acertada.

Mi padre me acompañó a la Ciudad de México para despedirme. No paró de llorar desconsoladamente durante todo el trayecto.

—Tal vez ya no te vea más —me dijo entre lágrimas y abrazándome.

Lo miré. En su rostro moreno los años comenzaban a notarse. Le dije tratando de tranquilizarlo y sin saber lo que me esperaba:

—Calma, papá. Solo me iré por un año.

Mi viaje estaba programado para el mismo día en que las torres gemelas fueron destruidas, justo el 11 de septiembre, así que me retrasaron el vuelo tres días. Cuando al fin abordé aquel avión tan grande, sentí miedo. Iba rumbo a lo desconocido, pero el largo y cansado viaje fue muy bien, a pesar de mis nervios.

Al llegar a Barcelona todo me pareció extraño. Era un mundo tan diferente, los coches, la gente, las tiendas, los autobuses, y hasta el idioma, el catalán. Sentía un vacío tremendo, me faltaba mi México, y en las noches soñaba que estaba en mi país. La casa de la señora era fría como toda su familia, eran como el hielo.

—Qué diferente es todo, ¿verdad, Carmen? —me dijo un día Rebeca, una joven de un pueblo de México, ayudante de cocina en el restaurante de la señora.

Foto por Obi Onyeador en Unsplash

A ella también la habían traído con engaños, así que Rebeca tampoco era feliz en lo más mínimo. Trabajábamos tantas horas, que cuando salíamos hacia el restaurante en la pequeña furgoneta de don Salvador el sol apenas se había asomado y cuando volvíamos eran las doce o la una de la mañana, y así cada día. Don Salvador era el esposo de la señora Susana, él era un hombre delgado, blanco, ojos azules y muy fumador. La señora Susana era arrogante, dura, no le gustaba ni que Rebeca ni yo, ni ninguno de los empleados, nos expresáramos libremente. Nos sentíamos como robots, solo obedeciendo órdenes.

Rebeca quería marcharse a México, tal como le había prometido la señora, pero ella no la dejaba. Muchas veces escuché sus lloros suplicándole que la dejara marchar. Después de varios días de gritos e insultos, los señores decidieron llevar a Rebeca al aeropuerto para permitirle por fin regresar. Yo observaba todo aquello asustadísima,  pensando «Me quedaré en su lugar. ¿Cuál será mi suerte aquí con esta familia, sin conocer nada, ni siquiera mis derechos?».

—¡No salgas a la calle, que te cogerá la policía por ilegal! —me decía la señora para atemorizarme.

Mientras, yo me marchitaba cada vez más, como una flor arrancada, sin agua. Pero no tenía tiempo ni para deprimirme; el trabajo era intenso, la señora con su arrogancia cada vez exigía más y yo me preguntaba por qué mi propia paisana me trataba así, si se supone que hay que ayudarnos entre paisanos. Fue entonces cuando comprendí el llanto de mi padre al despedirse. Él presentía lo que me iba a pasar en un país desconocido. Recordé también que mi madre, haciéndose la fuerte, me dijo:

—Dios te bendiga, hija mía. —Pero en sus ojos grandes y negros asomaba el dolor. Y yo dejé a mi México y a los que amaba.

Foto por yujeong Jeon en Unsplash

De tanto en tanto, hablaba con mi madre en una cabina telefónica ubicada debajo de la casa de la señora. Su voz dulce me daba fuerzas para seguir. La señora Susana me espiaba, yo me sentía acosada y despojada de todo, incluso de mi privacidad. Pero llegó el día que cumplí un año en aquella situación. Yo me sentía feliz, pues había llegado la hora de volver a mi país. Y entonces sucedió lo que presentía. La señora no me dejó marchar, le puso cerrojo a la puerta para que yo no me escapara.

—¡No salgas a la calle, que te cogerá la policía por ilegal! —me decía la señora para atemorizarme.

Un día, estando en el restaurante, me acordé de una chica mexicana que conocí una vez en la iglesia, a la que me habían dejado ir una hora luego de muchos ruegos y llantos. Esa chica se llama Gabriela, una joven de una melena negra hermosa y rizada, de ojos vivos y bajita de estatura. Ella me había dejado su número de teléfono. En un descuido de la señora, salí a la calle para llamarla desde una cabina telefónica y le expliqué lo que me estaba pasando. Gaby no lo podía creer, no sabía nada de mi situación, pero me dijo resuelta:

—¡Voy para allá a ayudarte ahora mismo!

Cuando Gaby llegó al restaurante y preguntó por mí, don Salvador dijo no conocerme. Yo estaba oyendo todo, así que en ese momento salí de la cocina. Se armó una discusión tremenda, porque no me dejaban marchar. La señora me pegó varias veces, chillando, hasta que finalmente las chicas lograron sacarme del restaurante.

 La señora no me dejó marchar, le puso cerrojo a la puerta para que yo no me escapara.

Gaby me llevó a su casa y ahí estuve unos días. Poco después fui a denunciar a la señora Susana y a don Salvador, pero yo no podía pagar un abogado, pues el dinero que la señora me había pagado se quedó en su casa. Empecé a buscar trabajo, estaba sin papeles y me costaba encontrar algo. Al final pude reunir lo suficiente para costear el abogado de oficio, pero me quedé sin un euro en el bolsillo.

Sin embargo, a pesar de las dificultades, de las amenazas de muerte que recibí por parte de la señora Susana, de no tener dinero ni casa ni familiares, contaba con mi libertad. Y eso ya era mucho. Después de un tiempo, en un cuartito pequeño que me ofrecieron las Hermanas de la Caridad, pude entender que había recuperado mi autonomía y que ahora me quedaba empezar de cero para construir un nuevo futuro.

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