Aquella mancha era mi alma

0
Compartir

Migrar es transformarse. No solo cambian los acentos, las comidas, los amigos y las costumbres: cambia también la percepción de lo que nos rodea, las emociones, el alma. Cuando Amaury Veira Huerta decidió salir de México para ir a vivir con su pareja a Barcelona, jamás se habría imaginado cómo estas transformaciones lo atravesarían, hasta el punto de tener la necesidad de convertirse en alguien más para poder sentirse nuevamente él. En este texto, Amaury cuenta cómo fue su proceso de adaptación y utiliza elementos de la ficción para narrar la manera como la experiencia de migrar lo cambió para siempre.

Algún otro nombre

Por: Amaury Veira Huerta

Al volar el alma no me acompañó, se quedó vagando por el aeropuerto de la Ciudad de México. Sospecho que la dejé cuando pasé por los rayos X. La señora que veía el contenido de mi mochila en su pantalla la notó primero, era una mancha oscura metida entre un cuaderno. Sin embargo, cuando me pidió abrir el equipaje no la encontró y aunque rebuscó entusiasmada entre las páginas llenas de garabatos, no estaba por ningún lado. La señora hablaba de tráfico de drogas, pero yo sabía que no me estaba diciendo la verdad.

Aquella mancha era mi alma, era oscura porque ya venía rota. Era un alma inestable y voluble, pero mi alma al fin y al cabo. Digo que era mi alma pero tal vez era mi consciencia o mi saber estar; un saber estar que me permitía calcular, medir y finalmente actuar en consecuencia. Esa alma perdida era un espejo por el que se reflejaba el mundo, un reflejo que solo yo podía ver y que ahora había súbitamente desaparecido. Sin aquella mancha mis reacciones comenzaron pronto a ser un acto reflejo, un acto de supervivencia o un acto del instinto. En definitiva, esa mancha me ayudaba a resistir la alienación.

Al volar, el alma no me acompañó, se quedó vagando por el aeropuerto de la Ciudad de México. Sospecho que la dejé cuando pasé por los rayos X

Sin su alma mi cuerpo se quedó desprovisto de una cierta claridad, ausente de sí mismo. Poco a poco fui cayendo en un sueño, aún sabiendo que estaba despierto, porque tampoco podía dormir. En el avión y en los pasillos del aeropuerto de Los Ángeles, donde hice una escala de seis horas, me sentía levitar. Lo veía todo con los ojos de un espectador ausente, con los ojos de alguien que ve el televisor. Si el mundo era un programa de la tele, yo parecía ser un personaje secundario al que van a matar en cualquier momento. Como un presagio, me sentí el chico negro de las películas californianas.

Llegué a Barcelona en otoño, la luz del atardecer entraba por las ventanas del aeropuerto y llegaba hasta la banda del equipaje donde, en un rincón, comenzaba a preocuparme de verdad. Esperaba que al verlo las cosas volvieran a la normalidad, aunque me resultaba imposible recordar cómo era esa normalidad. Cuando llegó nos abrazamos, sentí su cuerpo y su olor por fin, pero no parecían removerme de ninguna manera. Me di cuenta de que no sentía deseo, aunque tampoco miedo. Visto con esa nueva mirada, aquel hombre se comenzó a develar también de otra manera.

Foto por Tobias Zils en Unsplash

Hicimos lo que sabíamos hacer, que básicamente eran largos paseos entre campos y polígonos industriales. El viento fresco me resultaba tranquilizante, mi cuerpo no se cansaba, pero mi mente seguía distante. Entre nosotros también nos fuimos distanciando, cada día un poco más. Tal vez era lo mucho que me costaba seguir las conversaciones, una sola palabra pasajera era suficiente para distraerme y divagar. A veces respondía a las preguntas, otras, me quedaba pensando en no sé qué cosas.

Pero mis piernas seguían y mis manos sostenían y yo podía estar. El sexo me sacaba momentáneamente de aquel estado ensimismado, aunque una vez me venía la distracción, volvía. En esos fugaces momentos de lucidez sentía con mayor intensidad el sinsentido de mi vida y de mi circunstancia en aquella periferia de Barcelona y con aquel hombre que parecía ir cambiando de a poco, que se iba haciendo su propio monstruo. A aquel hombre lo había consumido el deseo, o al menos eso pensaba yo, en esas madrugadas cada noche más frías. De repente el sexo dejó de interesarme y fue ahí cuando lo nuestro se desmoronó, se desmoronó tan rápido que terminó siendo una torre de arena y no el fuerte inquebrantable que yo pensaba, o que mi alma me hacía pensar.

El invierno llegó y mi piel se hizo amarilla, el viento fresco que antes me tranquilizaba se me metió en los pulmones y me provocó una fuerte bronquitis que me dejó sin poder respirar y terminé en el ambulatorio. Tosía por las noches y por las mañanas escupía un gargajo verde, gordo y gelatinoso. Pensé que me curaría solo de todo lo que me iba pasando, que el tiempo lo disiparía, pero ocurrió todo lo contrario. Todo aquello se enquistó en mi.

Pensé que me curaría solo de todo lo que me iba pasando, que el tiempo lo disiparía, pero ocurrió todo lo contrario. Todo aquello se enquistó en mi.

Habían pasado más de seis meses cuando llegó la primavera, era para entonces un fantasma que se había familiarizado con su nueva vida en Barcelona. También era como un perro al que sacaban a pasear junto a los perros reales, contento de salir, sin nada que decir, sin ninguna posibilidad de decidir. Era un perro fantasma vagando por el Besòs, entre las cañas y los carrizos, viviendo con intensidad la rutina interminable de todos los demás.

Para entonces empecé a beber y beber. Barcelona me provocaba con sus terrazas y sus cervezas baratas de las tiendas pakistaníes. En un par de ocasiones los tenderos me hablaron en urdu pensando que venía de Pakistán; en otras, un par de guiris me quisieron comprar mis cervezas por la calle, pensando que era un latero.

Foto por Stefano Pollio en Unsplash

Recuerdo esas noches donde salía ya bebido de casa, en medio de la soledad me iba aflorando una mancha nueva, un alma incipiente que era en realidad el gas de un eructo ácido. Había un punto en aquellas excursiones donde recuperaba la placentera sensación de estar de nuevo completo, al menos momentáneamente.

Al comienzo del verano seguíamos juntos aunque ya completamente distanciados. Un amigo suyo vino un día de visita y cuando me vio le preguntó: “¿Por qué no me habías dicho que tu chico era negro?”. Al poco tiempo dejé de reconocerme en el espejo. En el reflejo veía al personaje secundario al que pronto iban a matar.

Un amigo suyo vino un día de visita y cuando me vio le preguntó: “¿Por qué no me habías dicho que tu chico era negro?”

Comencé a reconocerme en toda la vulnerabilidad que sin saberlo poseía. Transformarme en alguien más resultó pronto una necesidad. No podía seguir siendo un perro fantasma. Ese deseo fue el primero que sentí en mucho tiempo. Me rasgué los ojos y los testículos, cambié la forma de mis labios y me abrí la lengua en dos. Me desnudé de mi antigua forma y me vestí de mi propio monstruo. Nadie me pidió explicaciones y, si lo hicieron, posiblemente no los escuché y no respondí. 

Al cabo de un año vivía en un portal de Plaça Universitat, lejos del río. Un día mientras cagaba, sentí que el alma volvía a mi cuerpo. Era una mancha diferente que no sabía si en realidad había venido de algún otro lugar o si había nacido de ahí, de ese otro cuerpo. Y nos acoplamos rápidamente, al ritmo de la respiración.

Texto escrito en 2019

Más historias

Instagram @enpalabrasbcn

Con el apoyo de:

Ajuntament de Barcelona
Art for Change "la Caixa"

© 2019 Connectats Cooperativa . Derechos reservados