Ana Rodarte, de 27 años, dice que se fue de México hace dos años y medio, pero cree que en realidad se fue mucho antes y no se había dado cuenta.
Dice también que salió con la excusa de hacer un máster y profesionalizarse, pero que en el fondo sabe que fue porque ya no aguantaba su contexto social (a nivel macro y micro) y huyó. Por primera vez pensaba en ella.
Ahora, desde Barcelona, adelanta una tesis de máster que intenta generar impacto en la política pública de su país contra la violencia de género. Cuando le preguntamos qué es lo que más le gusta de Barcelona, responde que algo muy, muy básico a lo que casi no tienen derecho las mujeres en México: caminar de un extremo a otro de la ciudad, perderse y sentarse en una banca, sin importar la hora que sea y sin ese temor incesante a ser violentada.
Compartimos «Vestigios de granada» un texto íntimo en el que Ana reflexiona sobre qué es ser mujer, mexicana y migrante.
Yo creía que nunca había ido a la guerra, pero en mí se han librado batallas.
Tengo campos vastos de polvo, charcos de sangre seca. Ya no tengo refugios.
Hay sogas usadas en los troncos de las anacahuitas, papeles rotos a la deriva. Ya no hay agua.
Tengo marcas hendidas a las que no planeo regresar, retratos admirados hasta borrarlos.
Ya no tengo la calma.
Hay nuestras verdades susurradas, miradas juzgadoras que nos gritan: “¡Putas mentirosas!”. Ya no hay libertad.
Las ignoro. Me vuelvo.
Como si quisiéramos inventarnos esta lanza supurante de las caderas, o estos clavos puestos sin rastro de duda en medio de nuestros ojos.
Desde aquí resisto, con mis lágrimas amargas oxidadas de a poco frente a Sagrada Familia.
Otra vez las mentadas luces navideñas anti ansiosos-hipersensibles no me dejan ocultar el delineador negro que corre por mi rostro, – otra marca – pluma roja que se arrastra en las paredes del Carrer de València – y otra marca.
Tengo ganas de volver a donde tuve la fortuna de ser; no tengo ganas de recordar por qué ya no lo soy.
Lo he encubierto todo de todos, incluso de mí.
Yo no decidí marchar; yo huí. Y me tardé en hacerlo.
México es nuestra guerra, pero hemos aprendido a callarla.
Callamos porque no se sabe, o porque no se quiere saber. Mi país es un gran eufemismo, de eso está hecho.
Decimos “guerra contra el narco”, y es “guerra sistemática contra nuestras vidas”.
Decimos “en México no hay pobreza, hay gente sin suerte”, y es la misoginia, el clasismo y el racismo que nos atraviesan.
Decimos “mejores oportunidades”, y es “exilio impuesto”.
Decimos “tierras de nadie”, y son “tierras de nuestras desaparecidas”.
Mi (¿) patria (?) es guerra contra las mujeres porque preferirían que solo fuésemos las “rajadas”, las dejadas, no las que ahora escupimos, tiramos y damos vuelta al cielo entero para encontrar a nuestras hijas.
Las manos congeladas, los pelos en punta se van; la rabia y el asco se quedan.
Jamás me lo había confesado. Arde aquella herida. Yo huí, huí, y no volví. Lo digo en voz alta, muy alta – para que llegue al otro lado del Atlántico mientras me como el guacamole de la semana, imaginando mi asiento en la mesa familiar de los domingos.
Qué chingadera.
Me paro de la banca para encaminarme a mi piso, a ese lugar que todavía no consigo llamar hogar en automático. Mis botas no están tan lejos de la tierra como pensaba.
Solo tengo en el bolsillo 2 euros en feria, – mi dolor – el celular, – mi dolor- y el ceño de incomprensión de la gente cuando les decía que me iba.
Y los vestigios de granada en mi corazón, ¿quién me los quita?
Examino mentalmente mi cuerpo aunque lo tenga aquí aquí aquí. Me cruzo frente a los carros a modo de reto. México quiso, no pudo matarme. ¿A que lo quieres intentar?
Malgré tout, malgré tous, j’éxiste.