No siento nada

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Isa Palmieri llegó a Barcelona cuando tenía 13 años. Vino con su madre desde Caracas, expulsadas por la inseguridad, la escasez y la falta de oportunidades, a empezar una nueva vida en esta ciudad.

Hoy, 7 años después, Isa está en su último año de Relaciones Internacionales y se identifica con la lucha migrante y antirracista. 

Disfruta leer, bailar y escuchar música. Y de aquí, lo que más le gusta es la diversidad de comida, de gente y de objetos que puede encontrar en las calles, a pesar de que de vez en cuando le apetecen algunos platos típicos de Venezuela. 

Hace unos meses, Isa escribió “Crónica de un malestar ignorado”, un texto en el que habla sobre un trastorno de salud mental que padeció cuando llegó a Barcelona, que nadie supo ver en su momento y el cual ella descubrió años después de haberlo padecido. Dice que desde que supo de la existencia de esta enfermedad, desarrolló un interés especial hacia los temas de salud mental, especialmente en mujeres y en la comunidad migrante.

Crónica de un malestar ignorado

POR ISABELLA PALMIERI

Una mañana me levanté y ya no sentía nada. No tenía sentido del tiempo ni del espacio que habitaba. Todo parecía un sueño o estaba en ese estado intermedio, como despertando de uno: todo difuso, irreal e inexplicable. Recuerdo abrir los ojos, y no acordarme de los días anteriores ni tener fuerzas para nada. Me levanté en automático y saludé a mi madre, moviéndome y hablando por inercia, como un robot, y no por conciencia. 

No sabía lo que me pasaba. Era como si mis ganas de vivir se hubieran evaporado de mi cuerpo. En su momento solo pude decirle a mi madre un breve y conciso “No siento nada”, porque desde el principio fue muy difícil, casi imposible, explicar ese extraño sentimiento. Mi madre, con el ceño fruncido de extrañeza, me preguntó cómo me sentía exactamente, pero cómo yo desconocía las palabras para describirlo, mi explicación no fue muy útil y, al estar ella poco informada sobre salud mental, no le dio mucha importancia. Sin embargo, fue tanta mi insistencia que terminamos yendo a la pediatra de la Seguridad Social.

No sabía lo que me pasaba. Era como si mis ganas de vivir se hubieran evaporado de mi cuerpo.

Tenía 14 años, pocos meses de recién llegada a Barcelona y me sentía como una zombi: hacía lo que hacía por inercia, sin recordar muy bien lo que había hecho antes y sin ganas de nada. Todo a mi alrededor parecía desenfocado y lejano. Muchas veces me miraba las manos, los pies, miraba las paredes y el paisaje, pero aunque conseguía identificar qué era o dónde estaba a duras penas, todo parecía un sueño de larga duración. En esa época, solo recuerdo llegar triste a casa de una escuela en la que no me sentía bienvenida, no saber qué responder cuándo mi madre me preguntaba “¿qué hiciste hoy?” y llorar diariamente por las tardes sin saber cómo explicar lo que le sucedía a mi mente y a mi cuerpo. 

En la consulta, a la pediatra le extrañó mi situación y me hizo recostar en la camilla, mientras que con una aguja iba pinchando levemente varias partes de mi cuerpo: pies, piernas, torso, brazos y cuello. Como sí pude sentir los pinchazos, ella, sin indagar más, determinó que no tenía nada. No preguntó cómo me sentía, cuánto tiempo llevaba en Barcelona, cuál era mi estado de ánimo en casa y en la escuela, si tenía y mantenía mis pasatiempos, nada… El que yo sintiera los pinchazos fue suficiente para ella. 

Esta inexplicable sensación duró un año y algo más. Durante ese tiempo salí lo menos posible de casa. Al principio lo intenté, ignorando mi malestar; sin embargo, un día, de camino a mi escuela, al lado de casa, casi arriesgo mi vida al cruzar el semáforo en rojo y con tránsito: mis reflejos estaban tan adormecidos que no percibía el peligro de pasar la calle sin ver a los lados. Otras veces solía chocarme por accidente con las personas. Dejé de salir, solo iba de mi casa a la escuela y de la escuela a mi casa. A veces también iba a la biblioteca local, ya que los libros fueron los únicos que me mantuvieron animada y conectada a mi realidad. Sin embargo, si el trayecto regular a la biblioteca eran cinco minutos desde casa, yo tardaba diez, quince, veinte, yendo poco a poco, con miedo de que con algo o alguien me fuera a tropezar.

Sin embargo, un día, de camino a mi escuela, al lado de casa, casi arriesgo mi vida al cruzar el semáforo en rojo y con tránsito: mis reflejos estaban tan adormecidos que no percibía el peligro de pasar la calle sin ver a los lados.

Un día, esta sensación se evaporó; de camino a mi nueva escuela, me di cuenta de que mis manos, mis pies y el paisaje alrededor eran más nítidos, que volvía a sentir mi cuerpo y  que los sonidos del exterior ya no eran un mero murmullo sin sentido. No fue hasta cinco o seis años más tarde que conocí, gracias al internet, la existencia de la desrealización, uno de los síntomas del trastorno de ansiedad, así como de estados aún más serios, como son los trastornos de disociación. 

Como era un mal invisible, como estaba en mi mente y yo no entendía lo que me pasaba, ese día en la consulta, la pediatra y las personas a mi alrededor determinaron que yo no tenía nada. Pero ahora sé que sí, que como niña migrante y recién llegada, me pasaba algo: tenía un trastorno de salud mental.

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