Vivir a oscuras

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Malinalli García nunca sale a la calle sin su par de audífonos para escuchar música, un buen podcast o, aunque parezca raro, los audios que ha enviado por WhatsApp. Nació en Ciudad de México y a los 12 años se mudó a otra ciudad, Morelia. De ahí migró a Barcelona para conocer el mundo, pensando, con la ignorancia que esto conlleva, que solo bastaría llegar a un lugar para poder vivir en él.

Cree en el ser humano y en que siempre hay alguien intentando cambiar las cosas, por muy difíciles que estén. Es feminista y antirracista. Extraña el ingenio de la gente en México, su chispa y energía, y de aquí le gusta que haya menos prejuicios con ciertos temas. En Barcelona se ha dedicado a muchas cosas, pero a la vez dice que a nada muy fijo. 

En “El Búnker”, Mali nos habla de uno de los primeros y más comunes retos a los que se enfrentan las personas que migran: la búsqueda de un piso y la relación con sus caseros. Es un relato corto en el que por medio del humor y el sarcasmo cuenta una experiencia de abuso y estafa por parte de la dueña de un piso en el Eixample. Al respecto, Mali dice: “Cuando recién llegas o tienes el NIE no te lanzas a denunciar por miedo a que no te renueven la tarjetas, piensas en mil cosas que quieres que se sepan, pero no te atreves a decirlas. Ahora, con toda seguridad, denunciaría”.

El búnker

POR MALINALLI GARCÍA

“Lo que se necesita es pintar las paredes y quitar una ridícula pared que separa la cocina del comedor, también podríamos pintar las puertas y las ventanas, oye, tenemos que hacer algo con el baño, el cuadro de ducha es muy pequeño. No entra mucha luz natural y la cocina es eléctrica, la dueña dice que paga la luz, si no, nos vamos a gastar un dineral, lo bueno es que es un entresuelo y no tenemos que subir escaleras” , le digo a Luis Felipe por teléfono mi reporte sobre el piso que acababa de visitar. Nos urgía mudarnos y unos amigos nos dijeron que conocían a una mujer que era dueña de una finca que tenía varios pisos. Hablé a la finca y concreté una cita. Me atendió Vicente. Me enseñó el piso una tarde de verano.

Vicente, un hacelotodo que trabajaba para la dueña del edificio, tenía un enorme hundimiento en la frente, un recoveco que recogía el sudor veraniego que contrastaba con su cuerpo de rama de perejil apagada y su voz de disculpa eterna. Aparte de llevar los papeles de la finca, solía hacer de mayordomo. Entre charla y charla nos reveló —a Luis Felipe y a mí— que Calamanda, la dueña, nos había alquilado el piso por ser los últimos herederos de Moctezuma. La mujer sentía nostalgia por el águila devorando la serpiente, porque había adoptado a una niña azteca.

El piso era breve en dimensiones, pero no nos quejamos porque por primera vez tendríamos un piso para nosotros dos. Se acabó eso de compartir, nos sentíamos felices como si estuviéramos hospedados en una suite de un hotel cinco estrellas. Tenía dos plantas: en la de abajo había dos habitaciones, una era un pequeño estudio-vestidor y la otra, la habitación principal. Era como una especie de hueco que buscaba ser rellenado con algo o con alguien. Una especie de búnker que sobrevivió a la guerra civil española. En la planta de la entrada estaba la cocina, comedor, sala y baño, todo muy juntito, como en la casa de un playmobil. Pero la característica principal del búnker es que vivías a oscuras, un foco encendido equivalía a una vela encendida en el  siglo XVIII.

Era como una especie de hueco que buscaba ser rellenado con algo o con alguien. Una especie de búnker que sobrevivió a la guerra civil española.

Me adapté rápidamente al barrio del Eixample. La distancia entre el trabajo y la casa era aceptable como para ir andando, los empleados de la biblioteca eran aburridos pero amables, en la panadería realmente hacía pan y, lo más importante, me había enamorado platónicamente del cajero del supermercado.

Uno de los primeros dramas que experimentamos fue quedarnos sin luz, pensábamos que se iba y no que la cortaban por falta de pago, eso lo descubrimos cuando el técnico de Endesa nos dijo que había siete pisos enchufados —uno de ellos era el nuestro, y no lo sabíamos—. Ahora entendíamos por qué nos dijo Vicente que ellos pagarían la luz, algo que nos sorprendió de forma agradable como si nos hubieran regalado un billete de cincuenta euros, y es que sin luz no se podía vivir: la estufa y el calentador eran eléctricos. El técnico nos visitaba de vez en cuando y cada vez que venía, sellaba la caja de distribución eléctrica. Cuando nos dábamos cuenta del apagón, hablábamos a Vicente y nos mandaba a José, el señor de los arreglos, que nos volvía a enchufar bajo la autorización de Calamanda.

Uno de los primeros dramas que experimentamos fue quedarnos sin luz, pensábamos que se iba y no que la cortaban por falta de pago, eso lo descubrimos cuando el técnico de Endesa nos dijo que había siete pisos enchufados

Calamanda era una mujer vieja como un pan que ha sido abandonado en la tostadora, se estaba quedando calva, sus arrugas alrededor de los ojos se parecían a los pliegues de una sábana recién sacada de la lavadora y su tinte rubio era el rastro inconfundible de que se había gastado miles de euros en peluquerías. Todo ese embalaje iba acompañado por unas ganas de «modernizar» el edificio, ella lo llamaba modernizar, nosotros lo llamábamos  «capricho para subir el alquiler». 

Se había empeñado en construir un elevador; nosotros nos preguntábamos cómo, dónde, cuándo y por qué de ese empeño y poco a poco fuimos contestando las preguntas. Nos dimos cuenta del cómo cuando vimos que recortaban el ancho de las escaleras. Nunca vimos la hoja de autorización de las obras, caprichosamente habían tapado con cartón los cristales de la puerta de la entrada para que los de fuera no pudieran ver lo que pasaba dentro.

Cuando finalmente terminó la obra —después de un año—, teníamos un minúsculo elevador en el que ridículamente podía entrar una persona. A nosotros nos daba igual, pero Calamanda sin pestañear exigió a todos los inquilinos que pagáramos cincuenta euros al mes por usarlo. Nos rehusamos enfáticamente como si nos hubiera impuesto comer unos tacos con tenedor. 

El día del pago del mes correspondiente, fuimos a la oficina a pagar en efectivo el alquiler como lo habíamos hecho siempre. Vicente nos recibió en la oficina, sentado en una silla verde aterciopelada, los codos apoyados en un escritorio de madera preciosa pero anticuado, y con su tono característico de disculpa creíble. Nos dijo que Calamanda había exigido el pago de los cincuenta euros y que sin ese pago se rehusaba a recibir el dinero del alquiler. Decía sentirse apenado, pero argumentaba que él era solo un empleado más, como si fuera un viejo de la agencia tributaria que lleva treinta años pegado a un escritorio y teme por su jubilación.

Yo estaba como un volcán a punto de hacer erupción, pero no quería precipitarme ante los arrebatos infantiles de una mujer que pretendía ser parte de la burguesía catalana. Como no nos recibieron el pago en efectivo, pagamos solo el alquiler a través del banco y nos olvidamos del diezmo del elevador que exigía la reina Calamanda a sus vasallos.

En la entrada de la finca, a un costado, había unos armarios de utilería que servían de almacén. Los primeros años usamos uno de ellos para guardar la bicicleta, pero a causa de la modernización de la finca, desaparecieron y en su lugar colocaron los buzones del correo. Todo ese despliegue arquitectónico iba acompañado de una cuota mensual por usar un nuevo almacén y, como no teníamos espacio en casa, pagamos.

Pasadas unas semanas, en una de esas visitas de sereno que hacía Vicente, nos dijo que Calamanda le había ordenado que nos comunicara que  devolvieramos la llave del almacén con la prohibición de usarlo. Luis Felipe no lo podía creer, el almacén no lo estábamos usando gratis, pagábamos la cuota. En privado, dijo todas las groserías que encontró en su vocabulario. La dueña estaba obsesionada con hacernos la vida difícil. Al otro día vimos un cartel: «Prohibido subir bicicletas».

Estábamos a meses de que se nos venciera el contrato de alquiler, ese era nuestro quinto año. Me sentía atrapada en el laberinto de El resplandor, no quería hacer una mudanza más. Yo quería irme lejos de Calamanda, pero no tenía el dinero suficiente para pagar mucho más. Y llegó el momento de preguntar si nos iban a renovar el contrato. Vicente nos dijo que le preguntaría a la dueña y señora. A los pocos días nos dijo que sí nos lo renovarían. Esa noche cenamos tacos.

Me sentía atrapada en el laberinto de El resplandor, no quería hacer una mudanza más. Yo quería irme lejos de Calamanda, pero no tenía el dinero suficiente para pagar mucho más.

Esa misma semana, me di cuenta de que el cuadro de la ducha se estaba cuarteando, así que le hablé a José, el manitas de la finca. A los pocos días se pasó por el piso con la mismísima Calamanda y sus pequeños ojos de inspectora de sanidad. Tuve que aparentar cortesía, la saludé y ella pidió permiso para entrar. No me pude negar. Fue directamente al baño.

–El cuadro de la ducha está roto porque yo creo que dejaron caer algo pesado –dijo con tono condescendiente. 

–No, no se ha caído nada –dije enderezando las cejas para que no se me notara el enojo.

–Por ejemplo el cabezal de la ducha –dijo y con cada sílaba que decía se veía más vieja.

–Si se hubiera caído el cabezal de la ducha y hubiera roto el cuadro, entonces es que es de pésima calidad –Sonreí de manera triunfal. Ambas salimos del baño asqueadas la una de la otra. Después se fijó en la ventana de la sala que estaba pintada de rosa mexicano.

–Esos colores no pueden ser aquí. En tu país puede ser, pero aquí somos diferentes   –dijo dibujando una sonrisa de bróker que estafa a una abuela. En ese momento me olvidé que era la dueña del piso.

–Cada quien es libre de pintar el piso como quiera. Cuando alquilamos el piso, nunca se nos dijo que estuviera prohibido un color –dije con una voz que salía a borbotones como un cocido que ha estado hirviendo durante dos horas.

Su cara sentenció lo que iba a venir después. 

Intuí que Calamanda no se quedaría quieta, me estaba acostumbrando a su personalidad múltiple. Llamó por teléfono a Luis Felipe para comunicar la amenaza: No renovaba el contrato y exigía que nos fuéramos al cabo de un mes. Luis Felipe y yo nos sentíamos como si hubiéramos asistido a la lectura de un testamento y nos enteráramos de que no habíamos heredado nada.

Las recortadas escaleras del edificio se convirtieron en lugar de reuniones vecinales, en las que fui testigo de los dramas de los vecinos que poco a poco fueron desapareciendo y de la multiplicación de carteles en la fachada: «Se alquila piso». Calamanda nos estaba echando. Uno de los pocos que se quedaron era un señor menudo que era propietario de un piso antiguo de cien metros cuadrados, vivía acorazado en ese lugar, recibía constantemente llamadas para que dejara dividir su piso, la frase calamandiosa era: «¿Para qué quieres un piso tan grande?». El resto vivíamos en pisos que habían nacido de la división de otros más grandes. Una tarde, un nuevo vecino taladró su pared y movió el mosaico de nuestro baño. Otro suceso increíble. Luis Felipe salió disparado a reclamarle al vecino nuevo, que fue tremendamente amable y dijo que lo sentía mucho. Todo quedó como una anécdota. Nos preguntábamos de qué diablos estaban hechas las paredes, a quién le habían pagado para hacer este intento fallido de piso.

El resto vivíamos en pisos que habían nacido de la división de otros más grandes. Una tarde, un nuevo vecino taladró su pared y movió el mosaico de nuestro baño.

Una tarde, me encontré en un bar con la antigua vecina del quinto, me contó que se había vencido su contrato de alquiler y que «la vieja», como ella le decía cariñosamente, no le había querido regresar su fianza, así que se la cobró destrozando el piso. Me vi obligada a preguntar urgentemente si nos iban a regresar la fianza. Vicente juró y perjuró que sí y, por primera vez, sentí más que nunca la necesidad de comprar un polígrafo.

Nos hicieron firmar un papel donde estipulaba la fecha que teníamos que irnos: finales de septiembre. Todos los vecinos pensamos en demandarla, pero no queríamos empezar un juicio que costaba tiempo y dinero. Calamanda lo sabía, su negocio consistía en la impunidad. Nos vimos arrojados a dejar el búnker y a salir de nuevo a buscar suerte en este mundo de capitalismo salvaje. Nos salvó un amigo que dejaba su piso. El primero de octubre estábamos con cajas y maletas llenas, nos mudaríamos  al Raval.

La vieja Calamanda no devolvió ni un centavo de la fianza, como era de esperarse, pero ahora Luis Felipe y yo nos sentimos a salvo, gracias a que salimos del búnker, tengo un piso que irradia rayos ultravioleta y puedo pintar las paredes como se me da la gana.

Imagen de portada: collage hecho por Mali García, para su proyecto Huellas sonoras.

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