El abuelo Artemio

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Victoria Santos tiene 29 años y nació en Valencia (Venezuela). A sus 22, se fue a vivir a Colombia y tres años después, emigró a Barcelona. Le gusta bordar, el teatro, la lectura y dar o recibir un buen abrazo. Dice que de su historia como migrante lo que más le ha impactado ha sido darse cuenta de que ha recibido mucho amor de personas de diferentes orígenes y culturas en cada lugar al que ha ido. Sin embargo, desde que salió de Venezuela, no ha vuelto a sentir la seguridad que le daba acostarse a dormir y saber que todos sus afectos estaban cerca. 

De Barcelona, a Victoria le gusta no sentir miedo ni ansiedad por ser una mujer homosexual y haber tenido la oportunidad de “renacer”, lejos de un país en el que era evidente que iba a ser cada vez más difícil vivir, dice. Se identifica con la lucha de los movimientos feministas y LGTBI+. 

Es periodista de profesión y lleva un diario en el que escribe textos como el que presentamos hoy. «Apuntes en las notas del teléfono«es un relato íntimo que nació durante los meses que el abuelo de Victoria fallecía a kilómetros de ella. Un mapa poético de pérdidas que ha tenido que vivir desde que se fue de Venezuela y que ilustra ese lado inevitable y crudo de la experiencia migratoria, el de afrontar la muerte de seres queridos en la distancia.

Apuntes en las notas del teléfono

Por VICTORIA SANTOS

I

Junio de 2019

El abuelo se está muriendo. Yo estoy viva, lato y duelo mientras el abuelo se está muriendo. Lo escribo con fiereza porque quizá creo que escribiéndolo en gerundio puedo atarlo al presente. Quizá ese «iendo» lo mantenga aquí, pensamiento egoísta, porque el abuelo está mayor, enfermo y cansado y yo no le he preguntado si quiere seguir aquí —solo intento retenerlo, atarlo a mí y a esta vida a través del lenguaje—.

II

He visto a dos de mis abuelos morirse. A mi mamá no le quedan papás, a mis abuelos no les quedan papás y ahora mi papá va a quedarse sin el suyo. 

El abuelo, Artemio, me dijo en octubre del 2017 que me quería. Fue la última vez que lo vi. Yo estoy latiendo, que es quizá lo opuesto a muriendo, y no sé si es de dolor o de rabia o de vida. Hay una ira caliente, pegajosa, expansiva y violenta en mí. Es un estruendo en mi pecho como el que hace el vagón del metro al entrar en el andén: sonido de metales frotándose y de destrucción aunque sea el ruido más rutinario del planeta. Siempre pienso que el metro va a estrellarse, de la fuerza que trae, y que todos vamos a morir. Pero no hemos muerto, el único que está muriendo es el abuelo, en la cama de una clínica a miles de kilómetros de mí.

No sé cómo conjugar el verbo morir. No sé en qué tiempo verbal situar la anticipación a la pérdida, el dolor suspendido porque estoy conteniendo la respiración, esperando el golpe.

No sé si importa poner todo en palabras. A mí me importa.

Creo que la rabia que me late en las sienes es el estar tan lejos. Que el abuelo se esté muriendo y yo esté, justamente, en la ciudad que lo vio despedirse de su tierra en la década de los cincuenta. Maldigo en silencio a quienes me robaron esto: los últimos años de mis abuelos. El llorar a mis enfermos y a mis muertos desde una pantalla. Ellos fueron migrantes y yo lo soy también.

No quiero irme a dormir porque me da miedo despertarme y que ya no haya presente que conjugar. 

III

La inminencia de la muerte en el 2019 es estremecerte cada vez que vibra el teléfono. Mirar hacia otro lado, no querer dirigir los ojos hacia la pantalla por si acaso. Por si el rectángulo está iluminado con lo que no quiero leer.

El abuelo se despertó, me escribe papá. Ni los médicos se explican qué pasa, dice.

Los médicos no saben que yo lo escribí en gerundio para mantenerlo vivo. Tiene las pupilas normales, dice papá. Todos estos días estaba ido cuando abría los ojos, ahora tiene las pupilas normales. Intenta hablar y llama a sus hijos por sus nombres. 

El abuelo se estaba muriendo ayer, pero hoy se está muriendo un poco menos. Su nieta, muy lejos, lo ata al verbo.

IV

Noviembre de 2019

La abuela dice “creo que lo peor ya pasó”. El abuelo ha logrado, finalmente, zafarse del verbo. La nieta, una vez más, no ha logrado construir de palabras la realidad que desea. Escondido en el clóset hay un pasaporte vencido del país al que tiene miedo de volver: el miedo no es a las calles ni a la violencia, particularmente —o quizá, un poco, sí—, es miedo a la memoria hecha ahora de aire, a entrar a la casa que no reconoce, a los lugares que dejaron de ser familiares. “Creo que lo peor ya pasó”: cuántas lágrimas en privado le habrá costado a Marina esta entereza que me presta siempre.

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