Me había enamorado del más feo

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Encontrar piso en Barcelona no es una tarea fácil. Sobre todo para las personas migrantes, que deben sortear múltiples obstáculos y mostrar infinidad de papeles para acabar viviendo en una pequeña habitación de una vivienda compartida. “Vivir en casas de otra gente después de haber tenido la propia se siente como un doble destierro”, asegura Mariana Gleiser, quien un día decidió abandonar su hogar en Buenos Aires y hacer el trayecto inverso que habían hecho sus abuelos y bisabuelos muchos años antes. En este relato, Mariana nos cuenta cómo, después de vagar de zulo en zulo, encontró por fin el amor (inmobiliario) a primera vista.

Burbujas (inmobiliarias) de amor

Por: Mariana Gleiser

«Si no puede venir a esa hora, puede mandar a un familiar». No era la primera vez que escuchaba esa frase al otro lado del teléfono. No era la peor. Le ganaban la sospechosa: «Justo se acaba de alquilar» y la más sincera: «La señora solo quiere gente europea». Fantaseaba con contestar, algún día, que mejor ver yo misma la casa donde voy a vivir, pero que de todos modos a mi padre, que me haría el favor con gusto, no le va bien viajar diez mil kilómetros para estar un miércoles a las once de la mañana o un martes a las cinco de la tarde o ninguno de esos horarios caprichosos e imposibles que elegían las agencias. Y todo para intentar que me mostraran un zulo junto a diez o doce otros potenciales candidatos, tan hermanados en la desesperación, que nos convertíamos en feroces competidores.

Hasta ahí llegaba con mi presupuesto y una vez superadas las barreras telefónicas y horarias: a ver bloques de pisos con habitaciones que eran cuadrados detrás de cuadrados. Cajas negras, hoteles cápsula, tumbas encima de la tierra. Al final del tenebroso recorrido solía haber una ventana: ¿la luz al final del túnel? No. Asomando la cabeza, lo que había era el famoso patio de aire y luz, que ni daba aire ni tenía luz. Y, si era lo suficientemente grande, se veían otras ventanas de otros zulos, donde otros desgraciados cumplían su condena (¿de exilio, de pobreza, de desempleo?) a oscuras, en sus celdas respectivas. Como mucho, estirando la cabeza por la ventana como una tortuga voluntariosa, quizás se lograba divisar el cielo y se podía saber si estaba nublado o había sol. Y me acosaban entonces recuerdos crueles de mi casa de Buenos Aires, la que yo había elegido para vivir y comprado con una hipoteca. Esa casa —que aún no estaba vendida, ni siquiera alquilada; que quizás aún me esperaba— donde me despertaban los puntos luminosos en las paredes que trazaban los rayos de sol colándose por las rendijas de la persiana, como invitándome a levantarme al nuevo día. 

Y me acosaban entonces recuerdos crueles de mi casa de Buenos Aires, la que yo había elegido para vivir y comprado con una hipoteca

A otra cosa parecía que tenía que aspirar en Barcelona. A vivir en un agujero oscuro, en una conejera gris. Y eso, suponiendo que tuviera suerte. En mi país uno es un cliente, pero acá te tienen que elegir. Es la ley de oferta y demanda. Más de una vez, apremiada por la situación y harta de cambiar de piso compartido cada dos meses, con el estómago arrugado había mentido que me interesaba y llevado los papeles. Era una falsa pretendiente, indefectiblemente rechazada. Siempre había un mejor candidato. Otros como yo se habían resignado a la vida en esas cárceles habitacionales, pero a mí no me elegían. Como cuando, a falta de mejor postor, intentas bailar con el más feo de la fiesta, pero ni quisiera él quiere bailar contigo.

Barcelona no me echaba, pero me mantenía en sus márgenes, me empujaba suavemente hasta sus bordes, como el mar intenta deshacerse de los residuos llevándolos hacia la arena, y yo luchaba por nadar mar adentro. 

Barcelona no me echaba, pero me mantenía en sus márgenes, me empujaba suavemente hasta sus bordes

Recuerdo el día en que encontré mi ático como la primera cita con un amor, de esas citas que salen de casualidad en el momento en que uno ya se da por desahuciado. Cómo me pareció sospechoso: con terraza, y en ese barrio, y a ese precio; o era un error, o no me lo iban a dar, o era una trampa. Cómo tuve un inconveniente a última hora que casi me hizo cancelar la cita; cómo me perdí intentando encontrar la calle; cómo llegué tarde. Cómo, cuando el comercial abrió la puerta, lo primero que apareció fue la puerta ventana a la terraza, y luego el Montjüic al fondo, el MNAC presidiendo el paisaje como un castillo, la línea del horizonte a los costados.

Podría haber sonado una explosión de violines. 

Foto por David Rüsseler 

Me acuerdo de cómo luego miré el piso, mejor dicho la terraza entonces desierta, pero que se pobló enseguida de cálidas tardes en la hamaca paraguaya viendo atardeceres con el mate al lado y un libro sobre mi falda, abejas libando las rosas chinas, fiestas y música con una cantidad de amigos que aún no tenía, y el sonido característico de la barbacoa trabajando a un costado, anunciando una pequeña felicidad muy próxima, muy grasienta y muy difícil de explicar a quien no venga de donde yo. Cómo no miré nada más.

—¿Se llega a ver el mar? —dije, por decir algo, por disimular, ya completamente entregada.

—En días muy despejados, a veces sí, para ese lado —mintió el comercial. Yo ya sabía que mentía, pero le creí, y no me aguanté más.

—Tengo los papeles acá-—dije sudando, temblando, tratando de que no se diera cuenta.

—Es que aún no le he enseñado el resto del piso —contestó. ¡Había un resto del piso! 

Esa noche, cuando intentaba contarle a alguien cómo era el piso que había visto, no fui capaz: 

—Tiene una terraza enorme y se ve el atardecer y todo el Montjüic —solo pude decir.

Foto por Artur Aleksanian

No recordaba nada, en ese momento, de las paredes descascaradas color verde parvulario, los dudosos cerramientos de las ventanas de madera hinchada, que anticipaban noches heladas, las baldosas rotas y desparejas del suelo, la calurosa exposición a los cuatro vientos. Tampoco la ducha oxidada que daba directamente sobre el váter y que causaría pequeñas inundaciones en el minúsculo baño. Ni los pasillos inútiles ni las paredes fuera de lugar. No vi nada de eso, o lo vi y lo ignoré, o no me importó. Eso es enamorarse. Estaba enamorada. Por fin. 

—Tranquila, que hace seis meses que lo vengo enseñando y nadie lo quiere —-me había despedido el comercial, con la sonrisa reconfortante del médico que afirma a su paciente preocupado que todo irá bien. 

Y me fui feliz, agarrando fuerte la tarjeta de la agencia en la mano como si fuera mi garantía de felicidad. Me había enamorado del más feo. ¿Qué más podía pedir?

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