Un refugio pequeño

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Fabiana Scornik ha tenido que migrar muchas veces a lo largo de su vida. Con cada nuevo viaje, con cada nueva ciudad que habitaba, se reinventaba. Pero nunca como en aquel primer exilio. Con solo 14 años, Fabiana y su familia abandonaron Argentina para huir de la dictadura militar e instalarse en México, luego que su padre recibiera amenazas. Desde entonces su vida dejó de estar anclada a un solo lugar y ha ido tejiendo memorias en cada nuevo lugar que ha habitado. En este relato, Fabiana nos cuenta un episodio de su niñez, antes que su pequeño refugio familiar se derrumbara y tuviera que acostumbrarse a vivir lejos de su hogar. 

El mangrullo

Por: Fabiana Scornik

Pasábamos todo el día allá arriba, en el mangrullo. Desde la altura dominábamos el parque en toda su extensión. Los ciruelos en una ordenada fila, la morera con sus ramas llovidas formando una peluca. La casa parecía aún más pequeña y los grandes árboles ya no se veían tan altaneros. El mangrullo era apenas una plataforma desnuda y sin paredes. Allá, casi no podíamos movernos, mientras que abajo el paisaje no tenía límites. Ese pequeño espacio era nuestro territorio, nuestro refugio. 

Martín era el menor del grupo, pero era el dueño de la casa y del mangrullo. Así que todos seguíamos sus indicaciones, incluso Javier, mi hermano mayor, que tenía la costumbre de hacer lo que le daba la gana. Javier, Andrea y Martín fueron los primeros en subir. Yo, con la cabeza inclinada hacia atrás, miraba con respeto la inmensa estructura de madera clara. Mis amigos, con los brazos sobre la gruesa baranda, me invitaban a seguirlos. Mi corazón latía con fuerza, lo veía tan alto. Por fin me acerqué y puse un pie en el primer escalón, mis manos firmes sobre la madera comenzaron a guiarme. A medida que subía, crecían el miedo y el orgullo en partes iguales. 

Allá, casi no podíamos movernos, mientras que abajo el paisaje no tenía límites. Ese pequeño espacio era nuestro territorio, nuestro refugio.

Mi hermano tendría diez años, apenas dos más que yo. Recuerdo un día que empezó a llover. Era verano y estábamos en traje de baño, así que no nos importó mucho mojarnos, pero yo quise bajar. Martín, que apenas pasaba mis hombros, me detuvo con firmeza. Nos quedamos allá, bajo la lluvia y mi hermano se puso a cantar agarrado de la baranda, como si estuviera en la proa de un barco haciendo una entrada triunfal en un puerto lleno de admiradores. Andrea y yo lo mirábamos con una mezcla de risa y admiración. Andrea tenía mi edad y éramos amigas de toda la vida. Siempre había sido más valiente que yo. Cuando dejó de llover, bajó delante de mí para que siguiera sus pasos.

Lucho, el padre de Martín, había construido el mangrullo. Él y mi padre se conocían de la escuela secundaria y desde entonces, había sido parte de nuestra vida. Se podría decir que nos conocía, a mis hermanos y a mí, desde antes de que fuéramos una presencia real. Lucho era atlético y aventurero, todo lo que mi padre, con su pierna inválida, no podía ser. Cada verano, cuando llegaba la época de ir a la quinta, escuchábamos la historia de cómo habían plantado los árboles que poblaban el parque, incluyendo el pino que decorábamos para Navidad. Siempre había mucha gente en la quinta. A la hora de dormir, la casa se llenaba de colchones y mantas. El año que iba a pasar el cometa Kohoutek, éramos tantos que tuvimos que llevar tiendas de campaña. Nos levantamos antes de la madrugada, pero después de tanta ansiedad, el cielo se cubrió de nubes y no vimos ni rastros del cometa. La desilusión no nos duró mucho. En seguida emprendimos una cacería de sapos, en la que mi hermano no participó porque creía que eran unas criaturas endiabladas.

No entraba en mis pensamientos la posibilidad de vivir sin ir a la quinta, como tantas otras cosas, antes del golpe militar. Ni siquiera después de que se llevaron a Lucho, porque yo estaba segura de que iba a aparecer. A mis trece años, podía entender muchas cosas, pero no podía abarcar la dimensión del terror en el que estábamos sumergidos.

Después vino la llamada, una voz perversa le recomendaba a mi padre que abandonara las reuniones en grupos, y que se acordara de Lucho. Me pareció una ironía, mi padre no podía olvidarlo ni en sueños. Se fue un día después de la amenaza y mi hermano, un mes más tarde. Quedamos mi madre, mi hermana menor y yo.

La semana antes de viajar a México, fui por última vez a “Doña Mary”, así se llamaba la quinta. La despedida era aún más triste porque Lucho no había aparecido, nadie sabía dónde estaba.

No entraba en mis pensamientos la posibilidad de vivir sin ir a la quinta, como tantas otras cosas, antes del golpe militar.

Cuando llegué a México, entendí que mi mundo había sido como un mangrullo, un refugio pequeño. Ahora todo era desconocido e inabarcable. La ciudad me ofrecía sus colores y aromas, pero yo era impermeable.

Pasé mucho tiempo buscando mi mangrullo. Un lugar que me acogiera, donde cupieran mis recuerdos compartidos, donde no hicieran falta las explicaciones. Me perdí en la búsqueda, me sentí sola y desamparada. Entonces, descubrí que ese lugar no existía, tenía que construirlo con historias nuevas. Pero yo era mi memoria y me aferré a ella para no quedarme inhabitada. Fue casi sin darme cuenta que, un día, las calles y los parques, las montañas y los edificios se llenaron de luz y apareció en ellos mi reflejo, y el mangrullo.

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