Sin darme cuenta, ya tenía a dos pandilleros detrás de mí

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Actualmente, la región del Triángulo Norte de Centroamérica es considerada una de las más peligrosas del mundo por causa de la violencia ejercida por las maras, o pandillas, sobre la población civil para controlar el territorio y realizar actividades ilícitas. Esto, evidentemente, ha generado uno de los éxodos más importantes de la historia en El Salvador, Honduras y Guatemala. Las personas no saben dónde meterse para salvar sus vidas y deciden emprender camino hacia los países del Norte, en especial a Estados Unidos,  esperando encontrar un lugar donde poder vivir en paz. 
En el siguiente relato, Alejandro cuenta el episodio que lo impulsó a escapar de su país en busca de refugio.

Yo no migré, yo huí

Por: Alejandro Díaz

La cautela no es una de mis virtudes. Fui amenazado por las pandillas en El Salvador y, aun así, mi forma rebelde de vivir siguió intacta. Los fines de semana iba al mercado de un pueblo a unos diez kilómetros de donde yo vivía. Siempre me ha gustado pasear por esos lugares y escuchar a la gente ofrecer su mercancía, es algo típico de nuestra cultura.

Un día, después de hacer las compras, tomé camino al coche que tenía aparcado en una calle al lado del mercado. De repente, una chica muy joven se me acercó, me tomó del brazo y, de una forma grotesca, me sonrió. En ese momento, el mundo se me vino abajo, se me cruzaron todo tipo de pensamientos y empecé a sudar, a temblar. Sabía que esa mujer me estaba señalando, me estaba entregando, estaba diciendo sin palabras: «Este es».

Le imploré que me ayudara, que llamara a la policía, pero ella no le dio ninguna importancia a mis lamentos ni a mis súplicas de auxilio.

Mi corazón se aceleró, tiré al suelo lo que llevaba en las manos con toda la intención de correr, pero sin darme cuenta, ya tenía a dos pandilleros detrás de mí y no sé a cuántos más en las aceras, así que las opciones de escapar eran nulas. Yo veía a la gente pasar. A mí nadie me miraba, a nadie le importaba lo que me sucediera. Las personas allá están muy acostumbradas a ver estas escenas. Saben que no deben intervenir porque corren el peligro de morir. El tiempo se pausó y la vida se me atravesó en segundos ante mis ojos: todo lo que hice, no hice o pude haber hecho. Muy pocas personas pueden entender lo que se siente cuando se está al borde de la muerte.

Me tomaron de los brazos y me intentaron meter a una casa desconocida. Me opuse todo lo que pude, pero los golpes terminaron con mis fuerzas. No pude resistirme más. Entramos por un pasillo y nos cruzamos con una mujer de unos cuarenta años de edad. Le imploré que me ayudara, que llamara a la policía, pero ella no le dio ninguna importancia a mis lamentos ni a mis súplicas de auxilio. Solo dio la vuelta como si nada, dejando al descubierto de aquella blusa escotada el azul brillante de sus tatuajes alusivos a la pandilla. Por mi mente solo pasaban ideas inútiles. Nada podía hacer, todo lo vivido, todos los planes, todo, todo estaba echado a la basura. Veía venir mi fin.

Yo no migré, yo huí
Foto por Bradley Zorbas

Me llevaron hasta el final de aquel pasillo, volví a intentar escapar, pero otra vez me golpearon como a un animal. Sentía la sangre correr de prisa por mi cuerpo y cubrirme la cara. Me desmayé. En ese momento no sabía si estaba en el suelo o en el cielo. Había perdido el conocimiento. Ya no era yo, yo no era nadie. Cuando me desperté, me vi rodeado de hombres con machetes que me miraban fijamente. Escuché lo que decían a un chico de unos catorce años: «Hoy te harás hombre. Esta será tu prueba. Tienes que matarlo, así que tócate los huevos con valor y cuando venga el jumbo no demuestres miedo, solo dale con todo».

Aquel chico se mostraba inseguro ante esa orden, pero yo sabía que de todas maneras la cobardía que él mostraba a flor de piel no me salvaría. Ya estaba condenado. De repente, sonó muy cerca una sirena de policía y mis verdugos se pusieron nerviosos, a la defensiva. Se miraban unos a otros mientras yo seguía en el suelo echado a mi suerte. Algunos se escondieron, mientras otros salieron a mirar por los agujeros que tienen las paredes de las casas llamadas «casas destroyer», lugares que utilizan los pandilleros para drogarse, reunirse y descuartizar a sus enemigos, a los mismos de su pandilla cuando hacen alguna purga o a los dados en encargo como yo. Al ver que su atención fue captada por el sonido de aquella sirena, de aquella bendita sirena, saqué fuerzas no sé de dónde y me precipité a la puerta que logré abrir. Y corrí y corrí por aquella calle. Yo no vi gente, yo no me detuve en ningún cruce, yo solo corrí. Yo no quería morir.

Yo no migré, you huí

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