Barcelona, primavera de 1978.
Beatriz Restrepo aterriza desde Medellín, Colombia, con veinticuatro años y lanzándose a la aventura de salir por primera vez de su país a pasar unos meses de vacaciones en esta ciudad. Al llegar, se aloja en una habitación de un piso compartido cerca de la plaza Francesc Macià. Ahí, y en muy poco tiempo, se ve envuelta en un enredo de lo más inusual. El escenario: el patio de luces donde tiende su ropa. Los personajes: ella y su vecino voyerista y, en medio de ambos, bragas secándose al sol. En el siguiente relato, Beatriz cuenta esta anécdota de sus primeros meses en Barcelona.
El patio de luces
Por: Beatriz Restrepo
«2.º – 1.ª, acuérdate: quiere decir que el piso es en la segunda planta y de las cuatro puertas es la número uno. ¡No te equivoques!», me repetía.
Esa fue mi primera casa en Barcelona. Entré en ella el 23 de mayo de 1978, a las 10 de la noche. El viaje más las horas que tuve que esperar a mis compañeras de piso me pasaban factura. Solo deseaba estirarme en una cama y dormir todo el tiempo que mi cuerpo pidiera.
Por la mañana recorrí el piso para empezar a familiarizarme con él. Tenía una gran sala comedor con chimenea, tres habitaciones, un baño, la cocina y un patio de luces para secar la ropa. Este patio me impactó: cuando miraba hacia arriba, solo veía diez pisos y un rectángulo de cielo. Entraba poca luz y nunca, el sol. Tuve miedo de que mi ropa no se secara. Odio la ropa húmeda.
El piso no tenía lavadora y durante un tiempo utilicé la lavandería comunitaria, teniendo que superar el repelús que me provocaba lavar la ropa donde antes había lavado quién sabe quién. Este desasosiego se acabó cuando en julio pude comprar mi primera lavadora. ¡Qué tranquilidad cuando la instalaron! Me dije: «Ahora podré lavar la ropa a mi gusto: con la temperatura adecuada, los colores separados, con el detergente para blanco, color o solo negro, con el suavizante justo y el centrifugado mínimo para que no quede ninguna arruga… ¿Y el secado? Tema súper importante. El algodón debe dejarse un poco húmedo para poder plancharlo y, todo lo demás, al aire. Eso sí, no puedo olvidar recogerlo antes de que llegue la humedad del atardecer. El tendido no puede dejar marcas: las blusas en sus perchas, los pantalones por el revés y con pinzas en la cinturilla, los calcetines estirados de uno en uno, y la ropa interior ventilada y a la sombra para que no cambie de color». Con este ritual empecé una relación íntima con las cuerdas de nylon del tendedero y mi patio de luces.
Sin embargo, con Iker las cosas eran diferentes… ¡Un día lo descubrí espiándome!
Colgando la ropa conocí a mis vecinos, Arantxa e Iker, una pareja joven con un hijo pequeño. Arantxa por su pelo blanco parecía mayor que Iker, aunque al observarlos con atención se podía ver que eran como de la misma edad. Ella era activa, simpática, alegre y muy conversadora. Por el contrario, Iker era callado, de aquellas personas a las que tienes que sacarles las palabras con ganzúa y que se ponen coloradas cuando las miras. Era un hombre muy tímido, sin embargo, tenía mucho encanto. Podría decirse que físicamente era más atractivo que Arantxa.
Ella se maravillaba de lo bien que tendía la ropa. Siempre que coincidíamos en el patio me decía: «¡Cómo se nota que vienes entrenada, si no la tienes ni que planchar!». A mí me halagaban sus palabras, que empezaron a formar parte de nuestra relación. Sin embargo, con Iker las cosas eran diferentes… ¡Un día lo descubrí espiándome!
El patio de luces era grande y las ventanas de las habitaciones daban contra él. Bien fuera de día o de noche podía encontrarme a Iker asomándose por un rincón de la cortina o por una lama de la persiana. Cuando yo salía a tender la ropa, él también lo hacía para darme conversación. Ya no era que de cuando en cuando lo viera espiándome, sino que comenzó a asomarse varias veces al día, supongo para admirar mis prendas y mirarme fijamente, como si yo no lo viera.
Llegó un momento que decidí colgar la ropa interior —mis sugerentes bragas, sujetadores y medias— en la primera cuerda del tendedero, donde Iker no las viera, para probar si así se le pasaba el morbo. Pero no, este aumentó. Por la mañana caminábamos juntos hacia el metro, en las tardes nos veíamos en el supermercado y en nuestras casas compartiendo cenas. Siempre nos mirábamos unos segundos, como diciéndonos: «Sé que lo sabes».
Yo disimulaba, pero no podía evitar un cosquilleo en todo el cuerpo y una especie de sofoco que me entrecortaba la respiración. Me sentía deseada y al mismo tiempo podía observar sus nervios: se quedaba paralizado, a veces sin palabras, mientras que el color rojo se proyectaba en sus mejillas. Obviamente algo estaba pasando entre nosotros.
Esa sensación duraba tan solo una fracción de segundo, era imperceptible para los demás. Sin palabras, ambos consentimos nuestra relación: la de una perfecta pareja voyerista.
Después de un tiempo, Arantxa e Iker se mudaron y el patio de luces y yo nos quedamos tristes. Me había hecho adicta al intercambio de miradas furtivas-consentidas con el vecino y a la exaltación que me provocaba saberme deseada. A veces pensaba que era una pena no haber sucumbido a aquella tentación.
Nada volvió a ser igual y no volví a saber de él. Hasta que un día, veinte años después, viendo la televisión, apareció en la pantalla: era el comentarista económico del programa de los jueves. Lo observé unos segundos, recordé aquellos tiempos jóvenes y no pude evitar sonreír al pensar en nuestra inocente complicidad del pasado.