¿Quieres que te metan la mano en la calle?

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Muy joven y viviendo en Guayaquil, unas fuertes palabras de su padre hicieron ver a Sofía que en Ecuador una prenda de ropa puede ser tan peligrosa como un arma, y que un piropo puede aterrar tanto como cualquier asalto. Para ella, como para tantas mujeres de este continente, el miedo y la alerta que sentimos cuando salimos a la calle son tan constantes e inevitables que ya nos resultan normales. Pero durante una estancia en Barcelona, Sofía empezó a darse cuenta de que esto no tiene por qué ser normal , aprendió a liberar su feminidad y a rechazar firmemente cualquier forma de agresión. “Debajo de mi falda” cuenta cómo fue este proceso.

Debajo de mi falda

Por: Sofía Bastidas

Con doce años pretendí, por primera vez, mostrar las piernas que se me habían vuelto larguísimas en el último año, usando una falda de jean que conseguí con mi mamá en una tienda de ropa. El principal recuerdo que tengo de esa falda es la voz gravísima de mi papá, que con enojo alcanzó a decirme: “Devuelve eso, ¿o quieres que te metan la mano en la calle?”.

Yo soy la menor de tres hijas y aunque en casa la mayoría fuésemos mujeres, crecimos bajo la figura dominante de mi papá, que supo dosificar por igual la ternura y la rudeza y nos inyectaba inconscientemente las costumbres y la forma de pensar que había aprendido en el pueblo donde creció.

En Guayaquil la temperatura va siempre bailando alrededor de los 30°C y allí, tan cerquita de la latitud 0, el sol no tiene piedad, solo quema, arde. Y yo pasé mi adolescencia sintiendo cómo ardía a través de las telas que me cubrían con prudencia la feminidad. Pasé mi adolescencia lidiando con la nueva forma que mi cuerpo iba adquiriendo y a la vez aprendiendo a negar esa forma, aprendiendo a esconderla. 

Después del regaño por la falda nueva, mis piernas nunca recibieron el sol en Guayaquil. Ni mis piernas, ni mi espalda, ni mi pecho. Shorts, faldas, blusas con escotes pronunciados me hacían sentir como un blanco sobre el cual apuntar y, con el tiempo, sentiría lo mismo con el simple hecho de ser mujer. Llevaba siempre conmigo un temor aprendido en casa y una necesidad de esconderme, de esconder mi naturaleza: muy corto, no; muy transparente, no; muy ajustado, no. Todo lo que revelara la forma de mi cuerpo lo entendía como sinónimo de provocación. A partir de allí, cualquier episodio de acoso sexual que viví, cualquier invasión no deseada a mi cuerpo, terminaba siempre conmigo culpándome y reflexionando acerca de si lo que llevaba puesto había sido la causa.

La culpa y la decencia las dejé en el pasado y la ropa larga, en el armario, esperando el invierno. Había conseguido despojarme de los miedos y los complejos que me traje de Ecuador.

Con miedos, con vergüenza, con censura, llegué a Barcelona, donde una vez entrado el verano, el calor empezó a parecerse al de Guayaquil. Y para mi sorpresa, las mujeres en la calle, en los buses, en los parques, iban cada vez con menos ropa y más escotes. Y a mí, que hasta entonces sentía que cualquier asomo de piel me convertiría en un blanco de tiro, me daba la impresión de que ellas solo iban, de que iban sin ver ni ser vistas, sin ser señaladas, ni agredidas ni invadidas. O al menos no como lo serían allá. Ese aparente anonimato me motivó a dejar de a poco la prudencia, me inspiró confianza para irme desprendiendo de las largas telas, hasta dejar que mis piernas recorrieran la ciudad, casi desnudas. La culpa y la decencia las dejé en el pasado y la ropa larga, en el armario, esperando el invierno. Había conseguido despojarme de los miedos y los complejos que me traje de Ecuador.

Caminé en short, en vestido, con la espalda descubierta, en falda. Y ninguna de estas prendas tenía impregnada la voz de mi papá. Yo caminé sintiéndome segura, caminé sintiéndome anónima; sintiéndome dueña de mi cuerpo, de mi espacio, de mi forma de vestir. Caminando, con la sensación del sol –y únicamente el sol- tocándome la piel, sintiendo cómo solo el viento entraba atrevido por entre mis prendas y para refrescarme, decidí que no volvería a permitir que alguien metiera sus manos ni sus ideas, debajo de mi falda.

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