A mí nadie me preguntó

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Cuando Mónica Gómez Vesga escuchó por primera vez que sus padres planeaban mudarse de Colombia a Venezuela, supo que debía hacer cualquier cosa para impedirlo.
Resistió firmemente durante mucho tiempo, pero no logró que ellos renunciaran a la idea. Y cuando lo inevitable llegó, tomó la única opción que le quedaba: declararle la guerra al nuevo país. Su misión: mantener la identidad colombiana. Sus armas: cd’s de vallenato, el acento y mucho tesón. Sus enemigos: banderas con estrellas, caraotas y el himno nacional venezolano. Y es que, a sus diez años le importaba poco el futuro brillante que pudiera ofrecer otro país. En su relato “Casas, casas”, Mónica nos cuenta los detalles de esta atropellada migración y su lucha contra el cambio.

Casas casas

Por: Mónica Gómez Vesga

Aquellos seis primeros meses fueron intensos, como un terremoto que empieza moviendo un par de vasos del estante y termina tumbando la ciudad entera. A mí nadie me preguntó. Supe que iba en serio cuando papá nos dejó y tuve que ser yo la que fuera a visitarlo. Seguíamos en la misma casa y mamá había dicho que iba a quedarme hasta que terminara el año escolar, una noticia que asumí con la esperanza de poder rehusarme a ir con ellos o convencerlos de que se quedaran. La casa se iba recogiendo poco a poco, como por sí sola.

Recuerdo algunas de las cosas que había allí y me da una especie de rabia nostálgica no haber tenido la edad suficiente para interceder por ellas. Pienso en el sistema de sonido que había en la mitad de la sala, como un mueble más: una torre de unos seis metros de alto con una puerta de vidrio que resguardaba todo el aparataje interno. De abajo a arriba había un espacio para guardar vinilos, seguido de dos reproductores de casete y un set de ecualizadores que yo usaba por diversión, la radio y, finalmente, en la cima de la torre y resguardado por una tapa igualmente de vidrio, estaba el tocadiscos con una enorme aguja que se alzaba al tacto y una esponja verde que mi madre usaba para limpiar los vinilos cuando empezaban a sonar mal. Ahí escuché antologías de música colombiana, discos de ABBA, temas en español de Roberto Carlos. Más que dejar la casa, el colegio, los amigos, lamento que mi madre haya decidido que ese sistema de sonido era innecesario y se lo haya dejado a una prima, que lo arrumó en un depósito de mala muerte, condenado al olvido.

Casas casas
Foto de Dane Deaner

El primer exilio siempre es doloroso. Un país nuevo puede ser un monstruo aterrador para una niña introvertida de diez años a la que le cuesta hacer amigos. Yo no sabía de deudas ni de inseguridades, solo sabía que no quería decirle caraotas a los fríjoles, ni cantar otro himno ni poner estrellas a mi bandera. Un día en el recreo, unas niñas me oyeron hablar y después de preguntarme de dónde era, quisieron saber cuánto cobraba mamá por ir a limpiar sus casas. Me tomó años entender por qué me habían sacado de un lugar donde pertenecía para meterme a vivir entre personas que hablaban raro y no sabían que mamá era dueña de su propia empresa. No pasó nada más traumático que eso, nada demasiado perturbador. Por el contrario, papá vivía con nosotros todos los días de todas las semanas, nos llevaba al colegio y nos recogía, íbamos juntos a los juegos de fútbol, nos compraba lo que necesitábamos. Trabajaba tanto que dejó de beber, aunque empezó a fumar el doble, o simplemente lo sentí así por el impacto de tenerlo tanto tiempo a mi lado.

Cambié mi acento, me aprendí un nuevo himno y aunque muchas veces volví, nunca regresé.

El nuevo país era raro. La gente parecía tener mucho dinero, nadie hablaba de secuestros o de lo mal que estaba la economía, nadie parecía ser demasiado pobre. Las carreteras estaban en perfecto estado, mamá decía que así era como se aprovechaba el dinero en un país petrolero y siempre que venía algún familiar de visita se encargaba de señalar el buen estado de las carreteras a comparación de las que hay en Barranquilla, llenas de huecos y arañazos.

Hasta que entré a este nuevo colegio no había conocido a nadie que hubiese ido a Estados Unidos de visita y menos con una visa legal. Mis únicas referencias eran un primo que intentó irse a trabajar a Nueva York con una visa falsa, lo que terminó en su deportación y la prohibición de entrada al país por diez años, y escuchar una vez a mi padre bromear sobre llevar cocaína para salir de nuestros problemas económicos. Cambié mi acento, me aprendí un nuevo himno y aunque muchas veces volví, nunca regresé.

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