Jane, la Bobe

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Fabiana Scornik nació en Buenos Aires, Argentina. Desde la adolescencia, ha vivido en su ciudad, en México, en Estados Unidos y actualmente reside en Girona, junto a su esposo e hijes. La última vez que salió de su país fue hace 24 años, por razones laborales. Hoy se dedica a la docencia y a la investigación en la Facultad de Medicina de la Universidad de Girona. Desde hace un tiempo, trabaja también en su primera novela de autoficción, que trata del amor, el desarraigo y el desapego. Dice que lo más difícil de sus experiencias de migración ha sido ver la tristeza de sus hijes que, al igual que ella, añoran el lugar en el que crecieron.  

Fabi cree en la palabra, en los abrazos y en que las cosas se logran poco a poco. Le gusta comer banana con pan, aunque a su familia le parezca raro. Le encanta la música, el baile y compartir tiempo con sus seres queridos. Lo que más extraña de Argentina son sus amigos, la familia, el helado de sambayón y no tener que explicar siempre de dónde es. De Girona, disfruta poder caminar, la dinámica de la ciudad y los rincones del casco antiguo.  

En “Herencias”, Fabi hace un perfil de La Bobe, su abuela, la  primera familiar migrante que conoció cuando era niña y construye una entrañable reflexión sobre las herencias de una familia que migra a través de varias generaciones. 

Herencias

Por fabiana scornik

Mi abuela Jane, la Bobe, llegó al Río de la Plata desde Bialystok, una ciudad al noreste de Polonia. Tenía diecisiete años, una edad a la que, a principios del siglo XX, era considerada toda una mujer. Sin derecho a tener miedo, ni a fantasías de adolescente. Nunca vi fotos de la casi niña que se subió al barco que la llevaría a Buenos Aires, alejándose de su padre y de una hermana a quienes nunca volvería a ver, pero que sin duda sonreían cuando partió, porque seguro allí, cruzando el mar, la vida sería menos dura.

La Bobe era una mujer corpulenta. Los brazos fuertes, moldeados por horas fregando pisos, estrujando la ropa o volviendo pan la harina. Esa imagen contrastaba con su rostro de niña pidiendo explicaciones. La mirada teñida de nostalgia parecía dirigirse hacia un lugar inalcanzable, por la lejanía y porque nada de lo que ella había conocido quedaba en pie. Pero La Bobe era cercana. Repartía dulzura en los terrones de azúcar que le ponía al mate, en las largas tiras de caramelos que traía los domingos y en sus infaltables panes trenzados.

La Bobe hablaba poco. No sé si era porque le costaba pronunciar el castellano o porque había aprendido a callar. A sus nietos nos hacía reír que dijera “morde en lugar de “muerde”, o “estoy en Cecilia” para decir que estaba en la casa de mi tía. Creíamos que ser inmigrante era solo nacer en otro lugar y pronunciar mal esas palabras tan naturales para nosotros. Desconocíamos la añoranza, el destierro. Ignorábamos el dolor de los abrazos que no pueden ser.

Recuerdo que hubo un gran evento. Yo tendría entre ocho y diez años. La hermana mayor de La Bobe, que en el reparto inmigratorio había desembarcado en Nueva York, viajó a Buenos Aires con su familia. Muchos de ellos se tocaban por primera vez. Otros recuperaban esa tibieza olvidada. A nosotros, los de la segunda generación, nos resultaba curioso que se abrazaran tanto y repitieran ingale, meidale a cada rato. Nos reíamos con los ojos para no ser irrespetuosos.

Creíamos que ser inmigrante era solo nacer en otro lugar y pronunciar mal esas palabras tan naturales para nosotros

Convertirme, yo misma, en inmigrante era inimaginable. En Buenos Aires, eran mías las calles, las plazas, los negocios y yo era parte de ese ir y venir de gente que hablaba como yo, se vestía como yo, cantaba como yo y hasta se enojaba como yo. Claro que entre esa gente había inmigrantes. La gran mayoría de mis amigos pertenecían a la segunda generación de alguien que había llegado de Europa del este, de España o de Italia. Todos conocíamos anécdotas de sus llegadas, de los largos viajes en barco, de cómo se habían abierto camino. Pero ignorábamos de qué estaban armados sus sueños.

Empecé a desentrañar esa herencia recién a los catorce años cuando, tras el golpe militar en Argentina, mi familia se trasladó a México. Las diferencias entre el castellano que se habla en Argentina y el de México son ínfimas, comparadas con las que hay con el idish de La Bobe. Pero, aun así, mis palabras se convirtieron en marcas. Cicatrices que nos recuerdan que no somos. Porque lo que sí somos, importa poco.

Mis hijos heredaron el destierro. Doble destierro, el mío y el suyo. Tuvieron que abandonar su infancia de inviernos nevados y disfraces de Halloween cuando dejamos el estado de Nueva York para instalarnos en Girona. Llegamos un día veintinueve de octubre, fiesta de Sant Narcís. El ruido ensordecedor de las atracciones y los vendedores de ilusiones no alcanzaba a tapar su profundo silencio. Como La Bobe, sus ojitos miraban hacia el otro lado del mar. Allí, donde ellos sabían los cambios de las estaciones, donde en verano juntaban fresas y en otoño, calabazas. Donde cada 31 de octubre volvían a casa cargados de caramelos y cada verano perseguían al camión de los helados. Allí, donde habían construido sueños para cuando fueran grandes, como lo había hecho yo antes de dejar, por primera vez, esa ciudad extraña a la que llegó La Bobe.

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