Años después de haberse ido a Barcelona, Brenda Biaani volvió a su casa en México para encontrarse con que la realidad de su hogar de infancia ya no correspondía con el recuerdo que tenía de él. Solo una cosa seguía siendo igual: el imponente árbol de mango que su abuela había cuidado toda su vida. Pero la abuela ya no estaba y el abuelo se enfrentaba a una dura enfermedad. Y allí, en medio de temblores y un contexto apocalíptico, Brenda se da cuenta de que el paso del tiempo se precipita a dejar gruesas cicatrices cuando se vive en la distancia.
El mango
Por: Brenda Biaani
Aquel día llegue por fin a mi casa. Habían pasado más de cinco años desde que me fui. Bajé del coche y planté los tenis viejos en el suelo. La gravilla bajo mis pies temblaba, se movía en una extraña sintonía con la tierra. Estaba temblando. A lo lejos y a pesar del temblor, mi cuerpo se concentraba en aquellas tres siluetas. Poco a poco comencé a distinguir a mis padres y a mi tía. Caminé lenta pero firmemente hacia ellos. El rostro de mi madre estaba desencajado.
—No debiste haber venido —me dijo mi tía, un tanto enojada, mientras mi padre me abrazaba fuertemente.
El temblor paró. Ruso, el perro, deambulaba inquieto a mi alrededor. Mi tía se detuvo frente a mí y de nuevo me dijo:
—No debiste haber venido.
— ¿Cómo está mi abuelo? —contesté.
Al fondo del patio –un terreno grande custodiado por árboles de mango y chicozapote– se dibujaba una cama. Mi abuelo estaba a la intemperie.
—Después del temblor del 7 decidimos sacarlo —afirmó mi tía—. Tiembla tantas veces y tan seguido que no vale la pena meterlo a la casa. Intentamos poner lonas de plástico sobre él, amarradas a los mangos. Así, si llueve, no se mojará. Las lágrimas escurrían por las mejillas de mi madre, mientras mi padre me decía:
—No estamos tan mal.
En mi rostro comenzaba a dibujarse una angustia robusta, esa que te deja en shock y te impide reaccionar. No lloré. Respiré hondo.Mientras caminaba hacia la cama donde yacía mi abuelo con cáncer terminal, recordaba poco a poco la sonrisa nítida, los ojos brillantes y su cuerpo corpulento y fuerte cargándome por los aires. De eso, ya hacía más de veinte años. De ese hombre solo quedaba una escena apocalíptica bajo el mango preferido de mi abuela. Aquel mango. Aquel bajo el cual mi abuela barrió la hojarasca todos los días de su vida; de hojas verdes a amarillas, de tronco débil a gigante corpulento. Aquel de frutos destacados que caían con las ráfagas de viento helado proveniente del Norte. Esas ráfagas que me hacían tiritar, pero que a mi abuelo nunca lo perturbaron.
Mientras caminaba hacia la cama donde yacía mi abuelo con cáncer terminal, recordaba poco a poco la sonrisa nítida, los ojos brillantes y su cuerpo corpulento y fuerte cargándome por los aires.
Bajo aquel mango vi su cuerpo debilucho y flácido, mermado por el cáncer de piel que le devoraba todo el rostro. Incluso ya había perdido un ojo. Al decir mi nombre en un intento de llamada, un olor a amoníaco fuerte se desprendió de su boca. ¿Qué había pasado? Cuando me fui todo estaba bien y ahora lo único que continuaba siendo igual eran los imponentes frutos del árbol de mi abuela. Me quedé estática observando el escenario como si estuviese fuera de todo aquello. Quise abrazar a mi abuelo, quise besarlo, quise llorar sobre el otro padre que había tenido, pero el temblor interrumpió mis pensamientos.
—No debiste haber venido —me dijo mi tía, con voz entrecortada, mientras mi abuelo exhalaba su último aliento.
El temblor se detuvo. Dos días de viaje, tres vuelos de avión, un autobús, dos horas en coche y la muerte de mi abuelo… Ya Barcelona me quedaba muy lejos.
En un contexto de violencia asfixiante, la juventud de El Salvador tiene pocas opciones para salir adelante. Muchos eligen huir, migrar hacia Norteamérica o Europa en busca de una oportunidad. Otros, los menos afortunados, deben enfrentarse como puedan a la realidad, incluso si esto implica unirse a alguna de las pandillas que acosan este pequeño país centroamericano desde la década de los noventa. En el siguiente relato, Miguel nos habla sobre las amistades de infancia que se rompen por culpa de los caminos que elige cada uno para sobrevivir en el contexto salvadoreño.
Marabunta
Por: Miguel Ayala
Siempre dijo que su nombre era así, con s, Daniels. Aseguraba que su tata lo había asentado estando a verga. Los demás creían que lo hacía para parecer cool, pero quizá su cabeza imaginativa daba pataditas bilingües y en realidad quería llamarse Daniel’s, como indicando que el mundo le pertenecía. Yo tenía doce años cuando lo conocí; él, quince. Antes de presentarnos Raúl me dijo: «Te va a caer bien, es buen vacil el maje». Estaba lleno de ideas, de jovialidad y aspiraciones nobles, que contagiaban a todos, pero que ardían como llamarada de tuza. Conectamos rápido, a base de encuentros casuales, amigos en común y gustos compartidos.
Cuando no se encontraba conmigo, pasaba medio tiempo con una abuela en Cojute o con la otra en Ilopango. «¡Que jode este pinche mono! Pero no es malo el cipote», solía decir la de Cojute. Su nana estaba en la yusa y del tata nada sabíamos, así que el peche Raúl, Arturo, Joél, Ramiro, el sarco y otros más funcionábamos como una familia subrogada, en la que denominamos tácitamente a Daniels como el hermano mayor.
En vacaciones solíamos vernos a diario para cocinar, ver películas y hacer guerras de agua –noble deporte que consiste en agarrarse a pijazos con bolsas llenas de agua–. Cuando teníamos clases nos mirábamos menos, aun cuando Daniels encontraba la forma de huir de su colegio, tomar un bus desde Ilopango y encontrarnos a la salida del cole: «A este paso te vas a graduar con nosotros», bromeaba el sarco. Daniels había estudiado en nuestro mismo liceo, pero lo sacaron por mala conducta. Nunca supimos la razón, pero él afirmaba que llenó todo un salón de hormigas rojas, guerreras, que casi se hartan vivos a sus compañeros y dejaron medio choco a otro. «¡Vieras, maje! ¡Salieron hecho un pedo y se cagaban del miedo!», contaba con orgullo. Yo solía creer todas sus historias, aunque Joel me decía: «El cerote del Daniels solo es casaca, maje».
El peche Raúl, Arturo, Joél, Ramiro, el sarco y otros más funcionábamos como una familia subrogada, en la que denominamos tácitamente a Daniels como el hermano mayor
Un día llegó emocionadísimo diciendo: «Así sin pajas, te juro que me vuelvo cristiano», a lo que Arturo preguntó «¿A qué chera le querés caer, maje?», pero resulta que no había ninguna mujer y sus motivaciones, aunque secretas, parecían justas. Y adonde Daniels iba nosotros también. Durante un tiempo nuestros vaciles regulares fueron reemplazados por vigilias, cultos y retiros juveniles. En cuestión de meses todos nos habíamos involucrado de una manera u otra, pero fue Daniels el del mayor cambio. Había encontrado una nueva vocación de evangelista y haciendo uso de su labia comenzó a llenar la iglesia de bichos. Invitaba a todos al culto de jóvenes, a las casas de oración y a las vigilias; una vez más se había vuelto el hermano mayor de todos: «Solo dios salva», predicaba con efusión y alegría a todos sus ex cheros de desvergue.
En esa época, su círculo se comenzó a expandir tanto que se volvió una elipse y yo me encontraba lejos de su centro de influencia. El sarco lo solía ver bastante, decía que se juntaba con unos majes llamados Pepe y Erick, dos hermanos menuditos que vivían a las orillas del Piro, el río chuco que llevaba toda la mierda del pueblo. «Que tufo a caca tenés, bicho cagado», le dijo un compañero a Pepe una vez, y este le reventó la cabeza con una manopla de hierro que llevaba en la mochila. Lo expulsaron un mes y se la pasó todo el tiempo con Daniels, que quería llevarlo a los pasos del señor, pero en realidad terminaron fumando mota a orillas del río de caca. Lo vi ocasionalmente un par de veces durante esta época, pero no supe más de él.
Meses después Joél llegó a mi casa todo alebrestado diciendo: «Maje, maje. Metieron preso a Daniels»; Yo me reí y respondí: «Solo sos paja, maje. No se pasa de fumar mota a estar preso así como así». Joél, más trucho en materia de la calle, me explicó pacientemente que «No seas pendejo, maje, lo que pasa es que andaba un vergo de mota. Andaban en chuzón con el Pepe y se subió la jura a catear. No podían hacer nada y el Daniels se sacrificó por el pepe». Seguí sin creerle y pensé: “a la cárcel solo van los mareros”. `Pero al final la historia fue cierta, y Daniels estuvo preso por seis meses, en el penal que estaba justo a unas calles de mi casa. Durante este tiempo no escuchamos más que rumores y no tuvimos el valor de visitarlo; seguimos nuestras vidas mientras él se pudría en un penal cuya estructura descendía en espiral, como infierno dantesco, pero en este caso los traidores estabamos afuera, impunes. Cuando salió nos miramos dos veces; la primera vez se rió al verme y me dio un gran abrazo. La siguiente, me visitó en casa, y me habló un largo rato sobre la cárcel, sobre la necesidad que esa gente tenía de dios, sobre sus deseos de terminar el colegio, de ser joven, de poder vivir. Pero luego me di cuenta de en realidad me quería distraer para robarse un anillo de mi madre.
Terminamos el bachillerato y meses después, el peche Raúl salió de mojado pa’l norte. Fue el primero. Después le seguiría el sarco, que se largó para Argentina y, a los que quedaron, yo los miraba menos. Mucho tiempo después, Joél vendría, de nuevo a contarme que Daniels estaba preso otra vez. Le creí sin rechistar, y luego agregó: «Cuando salió la primera vez de la cárcel me dijo que tenía la opción de irse del país y me pidió consejo. Yo le dije que se fuera, pero no le gustó que le dijera eso. Él quería que le dijera: “Quédate, aquí. Supérate aquí”. Pero yo sabía cómo iban las cosas y, cabal, al mes de haber salido, ya andaba metido con los bichos de esa zona». Ese mismo día, Joél me puso al tanto de lo que se rumoraba: que Daniels era marero desde hacía meses, que se había webiado unos phones, que escapó con los homeboys en un pick up, que la policía le disparó en el brazo, que lo dejaron tirado en un hospital.
Yo lo miraba y pensaba que no quedaba duda, que ahora era un marero hecho y derecho, que en El Salvador nadie te salva.
Días después de escuchar toda la historia, caminaba a la casa de un amigo cuando lo vi: Estaba afuera de unas bartolinas, sentado bajo la sombra fresca de un árbol de maquilishuat, rodeado de pétalos rosas y policías gordos, con los que conversaba con normalidad. Al principio creí que simplemente estaba siendo sociable, pero al ver su brazo enyesado comprendí que los rumores, aunque absurdos, eran ciertos. Yo lo miraba y pensaba que no quedaba duda, que ahora era un marero hecho y derecho, que en El Salvador nadie te salva. Miraba su rostro y no podía asociarlo con los de los mareros de mis paranoias, con los de quienes me habían asaltado tantas veces, con los de quienes renteaban en mi barrio, ni con el rostro del que amenazó con decapitar a mi familia. Lo miraba y pensaba en el tipo que creía que sus sueños predecían el futuro, el que reunía a todos en mi casa, el que nos invitaba a comer, aunque se quedara sin cinco. Pasé caminando lento y nuestras miradas se cruzaron; al mirar mi rostro compungido se mordió el labio y se rió, como diciendo “La cagué maje” y yo seguí de largo, pero en realidad quería regresarme, abrazarlo y decirle: “No, maje. La cagué yo; la cagamos todos”.
Muy joven y viviendo en Guayaquil, unas fuertes palabras de su padre hicieron ver a Sofía que en Ecuador una prenda de ropa puede ser tan peligrosa como un arma, y que un piropo puede aterrar tanto como cualquier asalto. Para ella, como para tantas mujeres de este continente, el miedo y la alerta que sentimos cuando salimos a la calle son tan constantes e inevitables que ya nos resultan normales. Pero durante una estancia en Barcelona, Sofía empezó a darse cuenta de que esto no tiene por qué ser normal , aprendió a liberar su feminidad y a rechazar firmemente cualquier forma de agresión. “Debajo de mi falda” cuenta cómo fue este proceso.
Debajo de mi falda
Por: Sofía Bastidas
Con doce años pretendí, por primera vez, mostrar las piernas que se me habían vuelto larguísimas en el último año, usando una falda de jean que conseguí con mi mamá en una tienda de ropa. El principal recuerdo que tengo de esa falda es la voz gravísima de mi papá, que con enojo alcanzó a decirme: “Devuelve eso, ¿o quieres que te metan la mano en la calle?”.
Yo soy la menor de tres hijas y aunque en casa la mayoría fuésemos mujeres, crecimos bajo la figura dominante de mi papá, que supo dosificar por igual la ternura y la rudeza y nos inyectaba inconscientemente las costumbres y la forma de pensar que había aprendido en el pueblo donde creció.
En Guayaquil la temperatura va siempre bailando alrededor de los 30°C y allí, tan cerquita de la latitud 0, el sol no tiene piedad, solo quema, arde. Y yo pasé mi adolescencia sintiendo cómo ardía a través de las telas que me cubrían con prudencia la feminidad. Pasé mi adolescencia lidiando con la nueva forma que mi cuerpo iba adquiriendo y a la vez aprendiendo a negar esa forma, aprendiendo a esconderla.
Después del regaño por la falda nueva, mis piernas nunca recibieron el sol en Guayaquil. Ni mis piernas, ni mi espalda, ni mi pecho. Shorts, faldas, blusas con escotes pronunciados me hacían sentir como un blanco sobre el cual apuntar y, con el tiempo, sentiría lo mismo con el simple hecho de ser mujer. Llevaba siempre conmigo un temor aprendido en casa y una necesidad de esconderme, de esconder mi naturaleza: muy corto, no; muy transparente, no; muy ajustado, no. Todo lo que revelara la forma de mi cuerpo lo entendía como sinónimo de provocación. A partir de allí, cualquier episodio de acoso sexual que viví, cualquier invasión no deseada a mi cuerpo, terminaba siempre conmigo culpándome y reflexionando acerca de si lo que llevaba puesto había sido la causa.
La culpa y la decencia las dejé en el pasado y la ropa larga, en el armario, esperando el invierno. Había conseguido despojarme de los miedos y los complejos que me traje de Ecuador.
Con miedos, con vergüenza, con censura, llegué a Barcelona, donde una vez entrado el verano, el calor empezó a parecerse al de Guayaquil. Y para mi sorpresa, las mujeres en la calle, en los buses, en los parques, iban cada vez con menos ropa y más escotes. Y a mí, que hasta entonces sentía que cualquier asomo de piel me convertiría en un blanco de tiro, me daba la impresión de que ellas solo iban, de que iban sin ver ni ser vistas, sin ser señaladas, ni agredidas ni invadidas. O al menos no como lo serían allá. Ese aparente anonimato me motivó a dejar de a poco la prudencia, me inspiró confianza para irme desprendiendo de las largas telas, hasta dejar que mis piernas recorrieran la ciudad, casi desnudas. La culpa y la decencia las dejé en el pasado y la ropa larga, en el armario, esperando el invierno. Había conseguido despojarme de los miedos y los complejos que me traje de Ecuador.
Caminé en short, en vestido, con la espalda descubierta, en falda. Y ninguna de estas prendas tenía impregnada la voz de mi papá. Yo caminé sintiéndome segura, caminé sintiéndome anónima; sintiéndome dueña de mi cuerpo, de mi espacio, de mi forma de vestir. Caminando, con la sensación del sol –y únicamente el sol- tocándome la piel, sintiendo cómo solo el viento entraba atrevido por entre mis prendas y para refrescarme, decidí que no volvería a permitir que alguien metiera sus manos ni sus ideas, debajo de mi falda.