Nicolás Molina, “Nixer”, salió a Bogotá en el 2002 desde Bucaramanga, su ciudad natal, en el centro del norte de Colombia. Allí vivió hasta que en el 2017 se fue a Estados Unidos a trabajar y a ahorrar, con la idea de luego venir a estudiar a Barcelona. Y así lo hizo. En 2018, llegó a esta ciudad para hacer el máster en Diseño y Producción de Espacios en el CCCB, donde pudo mezclar sus dos pasiones -el diseño y la música-, experimentando la relación entre el sonido, la luz y el espacio. Desde que está aquí, ha sido el DJ de varios eventos de En Palabras y es gran amigo de la casa. Al leer los textos de Sudversa, Nixer quiso crear este set, que él mismo llamó “DIVERSOS”, una selección de canciones que nacen de la acción de migrar. Un viaje por una Latinoamérica que muta constantemente sus expresiones, colores y sonidos, llevando así sus raíces hacia el futuro. A continuación, Nixer nos define esta propuesta con sus palabras y nos invita a aventurarnos en este viaje sonoro.
La música es una expresión humana que combina sonidos que viajan en ondas a través del espacio. Por naturaleza, la música es entonces migrante. Los viajes, por su parte, son un intercambio cultural poderoso, y somos los viajeros los encargados de transmitir nuestra esencia. Y en estos ires y venires también somos los transformadores de nuestra identidad, que se mezcla, se disuelve y se vuelve a formar de diferentes maneras, apoyándose en los nuevos conocimientos que vamos adquiriendo en el camino.
Así es esta selección musical: llena de viajes, de exploradoras y exploradores del sonido que se abren y se mezclan para dejarse seducir e influenciar por nuevas culturas, nuevos instrumentos y colores que llenan de riqueza estos intercambios constantes y fluidos, mutando así nuestra sonoridad. Presento algunas de esas expresiones visionarias que rescatan la tradición, combinándola, distorsionándola, haciéndola vigente, pero mirando al futuro del sonido latinoamericano sin dejar de llevar sus raíces, sin olvidar el viaje y su pertenencia más preciada: su identidad.
Carmela Cruz Vicencio nació en el seno de una familia humilde de Veracruz, México. Era una más de un total de once hermanos a los que mantener, hasta que un día una señora le ofreció la oportunidad de viajar a Europa a trabajar. Ella aceptó sin dudarlo. En principio sería solo un año en las cocinas de un restaurante mexicano en Barcelona. Cuando Carmela llegó a la capital catalana se dio cuenta de que todo era muy diferente: la ciudad, la gente, el idioma; pero también sus condiciones de vida eran muy distintas a las que le habían prometido. En este relato, Carmela nos cuenta lo que tuvo que afrontar para recuperar la libertad lejos de su hogar.
Qué diferente es todo
Por: Carmela Cruz Vicencio
Era un verano muy caluroso cuando yo llegué a mi casa en Veracruz con la señora Susana. Mis padres no sabían quién era ella y yo les dije que era una conocida de mi hermana. En realidad, yo había ido a casa para sacar unos papeles y así poder viajar a Europa.
—¡Cómo es posible! —exclamó mi padre.
—Solo es un año —replicó la señora, firmando un papel que ella misma había escrito, y añadió—: ¿O es que quieren dinero?
Mi madre respondió ofendida:
—Yo no quiero dinero, pues no estoy vendiendo a mi hija. —La frase no pudo ser más acertada.
Mi padre me acompañó a la Ciudad de México para despedirme. No paró de llorar desconsoladamente durante todo el trayecto.
—Tal vez ya no te vea más —me dijo entre lágrimas y abrazándome.
Lo miré. En su rostro moreno los años comenzaban a notarse. Le dije tratando de tranquilizarlo y sin saber lo que me esperaba:
—Calma, papá. Solo me iré por un año.
Mi viaje estaba programado para el mismo día en que las torres gemelas fueron destruidas, justo el 11 de septiembre, así que me retrasaron el vuelo tres días. Cuando al fin abordé aquel avión tan grande, sentí miedo. Iba rumbo a lo desconocido, pero el largo y cansado viaje fue muy bien, a pesar de mis nervios.
Al llegar a Barcelona todo me pareció extraño. Era un mundo tan diferente, los coches, la gente, las tiendas, los autobuses, y hasta el idioma, el catalán. Sentía un vacío tremendo, me faltaba mi México, y en las noches soñaba que estaba en mi país. La casa de la señora era fría como toda su familia, eran como el hielo.
—Qué diferente es todo, ¿verdad, Carmen? —me dijo un día Rebeca, una joven de un pueblo de México, ayudante de cocina en el restaurante de la señora.
A ella también la habían traído con engaños, así que Rebeca tampoco era feliz en lo más mínimo. Trabajábamos tantas horas, que cuando salíamos hacia el restaurante en la pequeña furgoneta de don Salvador el sol apenas se había asomado y cuando volvíamos eran las doce o la una de la mañana, y así cada día. Don Salvador era el esposo de la señora Susana, él era un hombre delgado, blanco, ojos azules y muy fumador. La señora Susana era arrogante, dura, no le gustaba ni que Rebeca ni yo, ni ninguno de los empleados, nos expresáramos libremente. Nos sentíamos como robots, solo obedeciendo órdenes.
Rebeca quería marcharse a México, tal como le había prometido la señora, pero ella no la dejaba. Muchas veces escuché sus lloros suplicándole que la dejara marchar. Después de varios días de gritos e insultos, los señores decidieron llevar a Rebeca al aeropuerto para permitirle por fin regresar. Yo observaba todo aquello asustadísima, pensando «Me quedaré en su lugar. ¿Cuál será mi suerte aquí con esta familia, sin conocer nada, ni siquiera mis derechos?».
—¡No salgas a la calle, que te cogerá la policía por ilegal! —me decía la señora para atemorizarme.
Mientras, yo me marchitaba cada vez más, como una flor arrancada, sin agua. Pero no tenía tiempo ni para deprimirme; el trabajo era intenso, la señora con su arrogancia cada vez exigía más y yo me preguntaba por qué mi propia paisana me trataba así, si se supone que hay que ayudarnos entre paisanos. Fue entonces cuando comprendí el llanto de mi padre al despedirse. Él presentía lo que me iba a pasar en un país desconocido. Recordé también que mi madre, haciéndose la fuerte, me dijo:
—Dios te bendiga, hija mía. —Pero en sus ojos grandes y negros asomaba el dolor. Y yo dejé a mi México y a los que amaba.
De tanto en tanto, hablaba con mi madre en una cabina telefónica ubicada debajo de la casa de la señora. Su voz dulce me daba fuerzas para seguir. La señora Susana me espiaba, yo me sentía acosada y despojada de todo, incluso de mi privacidad. Pero llegó el día que cumplí un año en aquella situación. Yo me sentía feliz, pues había llegado la hora de volver a mi país. Y entonces sucedió lo que presentía. La señora no me dejó marchar, le puso cerrojo a la puerta para que yo no me escapara.
—¡No salgas a la calle, que te cogerá la policía por ilegal! —me decía la señora para atemorizarme.
Un día, estando en el restaurante, me acordé de una chica mexicana que conocí una vez en la iglesia, a la que me habían dejado ir una hora luego de muchos ruegos y llantos. Esa chica se llama Gabriela, una joven de una melena negra hermosa y rizada, de ojos vivos y bajita de estatura. Ella me había dejado su número de teléfono. En un descuido de la señora, salí a la calle para llamarla desde una cabina telefónica y le expliqué lo que me estaba pasando. Gaby no lo podía creer, no sabía nada de mi situación, pero me dijo resuelta:
—¡Voy para allá a ayudarte ahora mismo!
Cuando Gaby llegó al restaurante y preguntó por mí, don Salvador dijo no conocerme. Yo estaba oyendo todo, así que en ese momento salí de la cocina. Se armó una discusión tremenda, porque no me dejaban marchar. La señora me pegó varias veces, chillando, hasta que finalmente las chicas lograron sacarme del restaurante.
La señora no me dejó marchar, le puso cerrojo a la puerta para que yo no me escapara.
Gaby me llevó a su casa y ahí estuve unos días. Poco después fui a denunciar a la señora Susana y a don Salvador, pero yo no podía pagar un abogado, pues el dinero que la señora me había pagado se quedó en su casa. Empecé a buscar trabajo, estaba sin papeles y me costaba encontrar algo. Al final pude reunir lo suficiente para costear el abogado de oficio, pero me quedé sin un euro en el bolsillo.
Sin embargo, a pesar de las dificultades, de las amenazas de muerte que recibí por parte de la señora Susana, de no tener dinero ni casa ni familiares, contaba con mi libertad. Y eso ya era mucho. Después de un tiempo, en un cuartito pequeño que me ofrecieron las Hermanas de la Caridad, pude entender que había recuperado mi autonomía y que ahora me quedaba empezar de cero para construir un nuevo futuro.
Dice que lo que más le cuesta de la migración es estar con el cuerpo en un lugar y los pensamientos en otro. Más que normal, si en su país se quedaron sus hijos y la libertad de poder hablar sin tener que controlar lo que dice. Daniela Rovatti, teje y le gusta hacer collages en los ratos que la corrección editorial le deja libres. Vino de Argentina a Barcelona hace casi cuatro años y esa sensación aún persiste.
En su relato corto «Ir, venir, marchar», Dani nos traslada al momento antes de partir, cuando la casa se resiste a ser empacada, cuando se debe decidir qué parte de la vida se deja atrás y qué nos acompaña en el camino nuevo.
Ir, venir, marchar
Daniela Rovatti
Es inaceptable todo ese echar de menos aturdido y ansioso que se pide a una persona que tolere en su vida. No se debe tolerar, no realmente.
Moore, Lorrie, ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?
Cuando llega el momento de partir, incluso si tenemos que salir huyendo, siempre hay cosas que se interponen en el camino: cosas que no podemos llevar, cosas que tenemos que dejar, cosas que tenemos que olvidar. Y esas cosas serán los vacíos que llevaremos a cuestas: los libros que ya no tendré, el escritorio que voy a extrañar, el tejido que no terminé, y también las palabras huérfanas que no tendré con quien compartir.
Y yo, en una casa que se niega a vaciarse, mirando mi biblioteca saqueada por mí misma, sucumbo frente al verbo ἐξέρχομαι, una de las pocas palabras del antiguo griego que conservo entre las miles que llegué a saber de memoria. Mi memoria me protege y saca a relucir palabras o fragmentos que siguen derivando en secreto.
¿Qué acepción me corresponde de todas las que amalgama ese verbo? ¿Ir, partir, salir hacia un lugar, escapar, extender, llegar, adelantar, apartar? Todas. Me corresponden todas. Acabo de comprender, más de cuarenta años tarde, la sabiduría de los griegos que tantos desvelos me causó cuando era estudiante. Todas mis cosas se extienden y se adelantan, se escapan, salen, y ese vacío que van dejando es el viento que me empuja hacia algún lugar donde solo una persona me espera.
¿Ir, partir, salir hacia un lugar, escapar, extender, llegar, adelantar, apartar? Todas. Me corresponden todas.
¿Cuál será el verbo que corresponde a lo que se queda conmigo, a aquello que permanece?, me pregunto.
Enajenada y atónita sigo arrastrando objetos de esta casa que se aferra. En esta casa que, como eras geológicas, superpone enseres que vienen de todas mis vidas y de las vidas de otros que ya vinieron, fueron y marcharon: cristaleros que atravesaron de ida y de vuelta el mar océano de un continente a otro; la mesa de mi tía Arsenia, la costurera, con una cicatriz con forma de tijera, un pequeño cencerro de quién sabe qué pasado campesino. Y aquellas que no podrán partir y ya fueron vendidas junto con mi casa: la rajadura de la pared que da a la cocina, que resiste arreglo tras arreglo, tejas traicioneras que dan la bienvenida a las lluvias en el interior y un hormiguero que descubro debajo del piso de madera cuando parte el mueble que lo cobijaba.
“Los primeros jazmines duelen en el alma”, dice mi amiga cuando nos separamos en la puerta. Y yo quiero tragar, pero no tengo saliva. Por más que beba, mi boca es un desierto infinito. Dicen que se nos seca la boca porque el animal que olvidamos que somos se prepara para escapar y que el corazón golpea el pecho para que la sangre fluya y traiga la energía para la huida.
Ya, cuando los vacíos nos empujaron del todo, dormí en un lugar ajeno, solo quedaban tres días. Tardé horas infinitas en poder conciliar el sueño. Había viento y las persianas arreciaban los golpes incansablemente. Mi corazón los acompañaba en un contrapunto feroz y el agua pasaba por mi boca sin siquiera mojarla.
Un golpe de persiana, un latigazo del corazón, un trago de agua inútil. Un golpe de persiana, un latigazo del corazón, un trago de agua inútil. Un golpe de persiana, un latigazo de corazón, un trago de agua inútil.
“Esta es la noche en que no me voy a morir, aunque podría haber sido”, es lo último que recuerdo haber pensado antes de dormirme.
Esa noche soñé con una mujer que rescataba recuerdos y los tejía en una telaraña.
—¿Quién ha llegado hoy a mi telaraña? —preguntó la mujer sin levantar la vista.
—Soy yo, la mujer de la boca de arena.
Y la mujer comenzó a entrelazar laboriosamente los retazos.