Beatriz Calcaño no abandonó su querida Venezuela por gusto. Siguió el camino que había seguido su hija años antes y se mudó a Barcelona; abandonando su patria, como han hecho y siguen haciendo miles de venezolanos y venezolanas que huyen de una realidad que los ahoga. Así, en 2017, a sus sesenta años, dejó atrás su casa y las pertenencias más íntimas. En “Diario breve de incertidumbres”, Beatriz Calcaño cuenta, por medio de la poesía, las angustias y los miedos a los que tuvo que enfrentarse durante el primer año en Barcelona, en el que muchas veces se sintió como un fantasma, invisible a los ojos de los demás.
Diario breve de incertidumbres
Por: Beatriz Calcaño
Febrero
Quemo casi todas mis naves y llego a una Barcelona fría y húmeda
Comienzo de inmediato las clases de catalán
el primer día que tomo el metro un músico toca El cóndor pasa
y se me salen las lágrimas
nos empadronamos en el Ayuntamiento
Los ánimos están altos
Marzo
Llevamos los papeles a extranjería
Cruzamos los dedos
Todavía hace frío
En la clase de catalán
Nos mandan a escribir una pequeña redacción
Yo escribo sobre Caracas con las veinte palabras y los cuatro verbos que sé
Unas de ellas: Caracas, et trobo a faltar
Abril
Comienzan en Venezuela los disturbios
El ánimo decae
El móvil arde con las noticias y videos que envían
me caigo en la calle y me fracturo una costilla
como si mi cuerpo se sintiera culpable por no estar allá
Barcelona, primavera de 1978. Beatriz Restrepo aterriza desde Medellín, Colombia, con veinticuatro años y lanzándose a la aventura de salir por primera vez de su país a pasar unos meses de vacaciones en esta ciudad. Al llegar, se aloja en una habitación de un piso compartido cerca de la plaza Francesc Macià. Ahí, y en muy poco tiempo, se ve envuelta en un enredo de lo más inusual. El escenario: el patio de luces donde tiende su ropa. Los personajes: ella y su vecino voyerista y, en medio de ambos, bragas secándose al sol. En el siguiente relato, Beatriz cuenta esta anécdota de sus primeros meses en Barcelona.
El patio de luces
Por: Beatriz Restrepo
«2.º – 1.ª, acuérdate: quiere decir que el piso es en la segunda planta y de las cuatro puertas es la número uno. ¡No te equivoques!», me repetía.
Esa fue mi primera casa en Barcelona. Entré en ella el 23 de mayo de 1978, a las 10 de la noche. El viaje más las horas que tuve que esperar a mis compañeras de piso me pasaban factura. Solo deseaba estirarme en una cama y dormir todo el tiempo que mi cuerpo pidiera.
Por la mañana recorrí el piso para empezar a familiarizarme con él. Tenía una gran sala comedor con chimenea, tres habitaciones, un baño, la cocina y un patio de luces para secar la ropa. Este patio me impactó: cuando miraba hacia arriba, solo veía diez pisos y un rectángulo de cielo. Entraba poca luz y nunca, el sol. Tuve miedo de que mi ropa no se secara. Odio la ropa húmeda.
El piso no tenía lavadora y durante un tiempo utilicé la lavandería comunitaria, teniendo que superar el repelús que me provocaba lavar la ropa donde antes había lavado quién sabe quién. Este desasosiego se acabó cuando en julio pude comprar mi primera lavadora. ¡Qué tranquilidad cuando la instalaron! Me dije: «Ahora podré lavar la ropa a mi gusto: con la temperatura adecuada, los colores separados, con el detergente para blanco, color o solo negro, con el suavizante justo y el centrifugado mínimo para que no quede ninguna arruga… ¿Y el secado? Tema súper importante. El algodón debe dejarse un poco húmedo para poder plancharlo y, todo lo demás, al aire. Eso sí, no puedo olvidar recogerlo antes de que llegue la humedad del atardecer. El tendido no puede dejar marcas: las blusas en sus perchas, los pantalones por el revés y con pinzas en la cinturilla, los calcetines estirados de uno en uno, y la ropa interior ventilada y a la sombra para que no cambie de color». Con este ritual empecé una relación íntima con las cuerdas de nylon del tendedero y mi patio de luces.
Sin embargo, con Iker las cosas eran diferentes… ¡Un día lo descubrí espiándome!
Colgando la ropa conocí a mis vecinos, Arantxa e Iker, una pareja joven con un hijo pequeño. Arantxa por su pelo blanco parecía mayor que Iker, aunque al observarlos con atención se podía ver que eran como de la misma edad. Ella era activa, simpática, alegre y muy conversadora. Por el contrario, Iker era callado, de aquellas personas a las que tienes que sacarles las palabras con ganzúa y que se ponen coloradas cuando las miras. Era un hombre muy tímido, sin embargo, tenía mucho encanto. Podría decirse que físicamente era más atractivo que Arantxa.
Ella se maravillaba de lo bien que tendía la ropa. Siempre que coincidíamos en el patio me decía: «¡Cómo se nota que vienes entrenada, si no la tienes ni que planchar!». A mí me halagaban sus palabras, que empezaron a formar parte de nuestra relación. Sin embargo, con Iker las cosas eran diferentes… ¡Un día lo descubrí espiándome!
El patio de luces era grande y las ventanas de las habitaciones daban contra él. Bien fuera de día o de noche podía encontrarme a Iker asomándose por un rincón de la cortina o por una lama de la persiana. Cuando yo salía a tender la ropa, él también lo hacía para darme conversación. Ya no era que de cuando en cuando lo viera espiándome, sino que comenzó a asomarse varias veces al día, supongo para admirar mis prendas y mirarme fijamente, como si yo no lo viera.
Llegó un momento que decidí colgar la ropa interior —mis sugerentes bragas, sujetadores y medias— en la primera cuerda del tendedero, donde Iker no las viera, para probar si así se le pasaba el morbo. Pero no, este aumentó. Por la mañana caminábamos juntos hacia el metro, en las tardes nos veíamos en el supermercado y en nuestras casas compartiendo cenas. Siempre nos mirábamos unos segundos, como diciéndonos: «Sé que lo sabes».
Foto por Nik MacMillan
Yo disimulaba, pero no podía evitar un cosquilleo en todo el cuerpo y una especie de sofoco que me entrecortaba la respiración. Me sentía deseada y al mismo tiempo podía observar sus nervios: se quedaba paralizado, a veces sin palabras, mientras que el color rojo se proyectaba en sus mejillas. Obviamente algo estaba pasando entre nosotros.
Esa sensación duraba tan solo una fracción de segundo, era imperceptible para los demás. Sin palabras, ambos consentimos nuestra relación: la de una perfecta pareja voyerista.
Después de un tiempo, Arantxa e Iker se mudaron y el patio de luces y yo nos quedamos tristes. Me había hecho adicta al intercambio de miradas furtivas-consentidas con el vecino y a la exaltación que me provocaba saberme deseada. A veces pensaba que era una pena no haber sucumbido a aquella tentación.
Nada volvió a ser igual y no volví a saber de él. Hasta que un día, veinte años después, viendo la televisión, apareció en la pantalla: era el comentarista económico del programa de los jueves. Lo observé unos segundos, recordé aquellos tiempos jóvenes y no pude evitar sonreír al pensar en nuestra inocente complicidad del pasado.
Un 24 de diciembre, Yuleida Montero conducía de vuelta a casa por las calles de Mérida (Venezuela) para preparar los últimos detalles de la fiesta navideña de esa noche. Pero de repente y sin darse cuenta, se vio inmersa en un episodio de violencia que puso su vida en peligro. Desde ese momento, se sintió insegura y perseguida en su ciudad natal, lo que la llevó a tomar la decisión de salir del país, dejando atrás a su familia, su hogar, su trabajo y su sentido de pertenencia. En “Al otro lado del teléfono”, Yuleida nos cuenta cómo una llamada que recibe tiempo después de estar viviendo en Barcelona la transporta a ese fatídico mediodía decembrino.
Al otro lado del teléfono
Por: Yuleida Montero
Es cierto eso de que ves pasar la vida como una película en cámara rápida cuando estás frente a frente con la muerte. Un jueves de diciembre del año 2016, estaba en mi casa en Barcelona, cansada por la negativa que recibí de las instituciones públicas que había visitado durante el día y descansando un rato antes de cenar. Fue entonces cuando entró la llamada que me devolvería a aquella tarde en mi ciudad; esa que cambiaría el rumbo de mi vida. Era mi hija al otro lado del teléfono, y del Atlántico, llamando para darme la buena noticia de que finalmente el carro que había dejado en Venezuela antes de salir se había vendido, a pesar de las secuelas causadas por las balas y del riesgo a ser identificado por aquellos a quienes temía.
La noticia me transportó a ese mediodía de un veinticuatro de diciembre en Mérida, cuando manejaba con rumbo a casa a prepararme para la fiesta de Navidad donde la nona. Sabía que me esperaba una noche en familia de mucho comer, beber, hacer chistes, bailar y hablar, inevitablemente, de los últimos acontecimientos en el país. Escuchaba a Gloria Estefan en la radio, y pensaba en todo lo que debía preparar para el evento. De repente, en un enlace vial poco transitado, con apenas algunas casas y mucha vegetación, comencé a escuchar detonaciones de petardos, lo cual me pareció muy normal por ser día festivo. Sin embargo, al transcurrir unos segundos, me di cuenta de que estaba atrapada en el centro de una batalla entre policías y delincuentes y de que lo que creí escuchar no eran petardos, sino balazos que iban y venían.
De un momento a otro, mi carro se convirtió en el escudo de los policías motorizados y uno de ellos me ordenaba a gritos que no me moviera. Comprendí entonces que estaba en el lugar equivocado, a la hora equivocada, esperando solamente que una bala perdida cumpliera su cometido. El primer instinto que tuve fue resguardarme bajo la guantera y taparme los oídos con fuerza. Ni una sola fibra de mi cuerpo dejaba de temblar. Estaba paralizada por el frío del terror, mi cerebro saltaba como si quisiera salirse del cráneo, mientras, de mi boca no salían sonidos coherentes, sólo ahogados gemidos pidiendo auxilio, como en las pesadillas, cargados de una inmensa tristeza, porque de allí no saldría viva. Angustiada, en lo único que pensaba era en el dolor que le causaría a los seres que tanto amaba.
Comprendí entonces que estaba en el lugar equivocado, a la hora equivocada, esperando solamente que una bala perdida cumpliera su cometido
Cuarenta y cuatro años resumidos en esa película mental que duró segundos y en la que me vi en el pasado y presente, junto a mis hijos, mi madre, mi familia y amigos, con la certeza inminente de un futuro que ya no sería. Al cabo de unos minutos interminables, el fuego cesó, intenté ponerme al volante arrastrando el cuerpo, con las pocas fuerzas que tenía aunadas a una última esperanza por salvar la vida. Encendí el coche, me disponía a huir, cuando la voz de otro policía me gritó, dándole un golpe al cristal: “No te muevas o nos morimos todos”. Segundos después, los tiros se reiniciaron, y el policía quedó tirado en el suelo a un costado, y al frente, igualmente, dos delincuentes yacían también.
Pero yo me negaba a aceptar ese final. En medio de mi desesperación, le pedía a Dios y a mi abuelo que me salvaran, y allí, entre lágrimas y sudor frío, hubo un instante fugaz, en que mi mirada se cruzó con la de uno de los delincuentes que, atrincherado detrás de un pequeño muro, apuntaba y disparaba con tanta seguridad hacia donde yo estaba. Pude ver que no tenía intención de matarme, porque pudo haberlo hecho desde el principio; yo no era su objetivo, pero supe de inmediato que si salía de allí, no llegaría con vida al proceso judicial. Me puse nuevamente delante del volante, aceleré sin mirar atrás. Con los cauchos inservibles recorrí sólo unos metros, pero los suficientes para encontrar ayuda y perder de vista aquel martirio.
Al día siguiente, busqué en los diarios y no había ningún titular. Me di cuenta de que ese es el valor que tiene la vida de una persona en Venezuela: no merece ni una nota de prensa para informar sobre su muerte y reflejarla en una estadística supuestamente veraz. Por mi parte, no tenía dudas de que no podía seguir allí en medio de tanta violencia. Me sentía insegura y perseguida: debía salir del país.
Yo no era su objetivo, pero supe de inmediato que si salía de allí, no llegaría con vida al proceso judicial
La voz de mi hija al otro lado del teléfono me sacó de mis recuerdos. Le agradecí su llamada para darme la buena noticia, por fin me desharía de ese coche, me despedí y colgué. Luego, me serví un vaso de agua y, aún ensimismada, me asomé a la ventana que me mostraba Barcelona, esta nueva ciudad donde intento reinventarme.