Beatriz Calcaño no abandonó su querida Venezuela por gusto. Siguió el camino que había seguido su hija años antes y se mudó a Barcelona; abandonando su patria, como han hecho y siguen haciendo miles de venezolanos y venezolanas que huyen de una realidad que los ahoga. Así, en 2017, a sus sesenta años, dejó atrás su casa y las pertenencias más íntimas. En “Diario breve de incertidumbres”, Beatriz Calcaño cuenta, por medio de la poesía, las angustias y los miedos a los que tuvo que enfrentarse durante el primer año en Barcelona, en el que muchas veces se sintió como un fantasma, invisible a los ojos de los demás.
Diario breve de incertidumbres
Por: Beatriz Calcaño
Febrero
Quemo casi todas mis naves y llego a una Barcelona fría y húmeda
Comienzo de inmediato las clases de catalán
el primer día que tomo el metro un músico toca El cóndor pasa
y se me salen las lágrimas
nos empadronamos en el Ayuntamiento
Los ánimos están altos
Marzo
Llevamos los papeles a extranjería
Cruzamos los dedos
Todavía hace frío
En la clase de catalán
Nos mandan a escribir una pequeña redacción
Yo escribo sobre Caracas con las veinte palabras y los cuatro verbos que sé
Unas de ellas: Caracas, et trobo a faltar
Abril
Comienzan en Venezuela los disturbios
El ánimo decae
El móvil arde con las noticias y videos que envían
me caigo en la calle y me fracturo una costilla
como si mi cuerpo se sintiera culpable por no estar allá
y me da por el costado
Mayo
Todo se va para el foso
Siguen las protestas
Muchos jóvenes mueren
Solo conocieron ese régimen
De mierda
Junio
Nos rechazan los documentos
Somos ilegales
Somos fantasmas
Sin derecho a nada
Quiero agitar un nido de abejas
Julio
Otro duelo
Nos mudamos a Badalona
Me rebelo
Pero al final acepto
La gente me dice: ¡Qué maravilla, verás el mar!
y paso todo el verano evitando verlo
Las gaviotas enmierdan el toldo del balcón
Agosto
De agosto solo puedo decir que lo sobreviví
Septiembre
Vamos a varios bancos
Si no tiene NIE
No hay cuenta
Solo me salva la biblioteca
Me anoto en varios cursos
Para ocupar la mente
asar diccionarios con huevos de
alcatraz
Octubre y noviembre
Seguimos de fantasmas
No podemos salir si no por los alrededores de Cataluña
Aprendo tarot por mi cuenta con el libro de Jodorowsky
Sin principio ni final, sin entrada ni salida. Así es la cinta de Moebius, esa figura semejante a un número ocho acostado que muchas veces se usa para representar el infinito. Para Gustavo González Geraldino, los trámites a los que se tiene que enfrentar una persona migrante para regularizar su situación administrativa se parecen también a esta figura: no puedes tener papeles si no tienes un contrato de trabajo, no puedes tener trabajo si no tienes papeles, así hasta el infinito. A partir de experiencias propias y ajenas, Gustavo ha escrito este relato en el que describe cómo es una hora en la vida de una persona sin papeles en Barcelona. Este texto recibió el segundo premio de la categoría de Narrativa del 1.er Premio de Escritura Creativa En Palabras [relatos migrantes].
Una hora sinpapeles
Por: Gustavo González Geraldino
A eso de las 12:15 del mediodía, al despertar tras una noche de insomnio cada vez más frecuente en estos tiempos de confinamiento, encontró dos mensajes en su móvil. El primero, un mensaje de texto titulado «Santander informa», que decía: Póngase en contacto con su sucursal por una situación irregular en sus posiciones. Ya sabía de qué se trataba y la molestia le acompañó en la lectura del segundo mensaje, uno de Messenger, de remitente desconocido. Una nota larga plagada de faltas de ortografía.
Parecía una declaración de agravios. Hablaba del gobierno corrupto, las generaciones perdidas, el encarecimiento de los alimentos, la irresponsabilidad de los vecinos y muchos otros asuntos sin ahondar en nada. Finalizaba reconociendo un descuido fundamental: Se me olvidaba, soy tu papa y me prestaron este fasebock para saber como estas, como estas? Tomó un bocanada de aire, la retuvo por unos segundos y la expiró con una exhalación profunda y sonora, así como cuando se está en la fila de Mercadona y el de atrás tose. Hacía mucho que no sabía nada de él, desde que partió para Barcelona, dos años ya, no habían vuelto a cruzar palabra.
En tan largo mensaje sintió un vacío, algo no le cuadraba. No respondió inmediatamente, dejó que la sorpresa se calmara y las emociones se enfriaran. Desayunó pensando en qué responder y media hora después, con desconfianza, escribió: Papi ¿tienes miedo? Por quince minutos aguardó, hasta que su interlocutor escribió: Recuerda que naci el 2 de noviembre, el día de los muertos, cuando mi mae iba a visitar la tumba de mi abuela. Que miedo ni que na, concluyó. Quedó claro que era él y quedó claro que tenía miedo.
No tenía papeles por no tener un contrato laboral y nadie le hacía un contrato laboral por estar sin papeles
Ajá! ¿Y quién es la muchacha de Facebook?, le preguntó, intentando retomar la conversación. Pero la lucecita verde de conectado ya no aparecía. Gracias a eso se dio cuenta de que eran las 12:57 y en media hora cerraban el banco. Se enjuagó la boca mientras abotonaba la camisa y se metía en un estrecho jean, todo al mismo tiempo. Cogió sus documentos y en 10 minutos estaba en la puerta 26 de la calle Sants, la sucursal más cercana del Banco Santander. En la oficina vacía, detrás de un cristal recién instalado, un aburrido empleado le atendió. La amabilidad de oficinista duró hasta que se percató de que el NIE recibido por debajo del cristal había expirado el año anterior. Miró con desconfianza la cara de su cliente mientras la comparaba con la foto del documento y con voz afirmativa, casi de regaño, sentenció: «Debe facilitarnos el documento vigente o de lo contrario no se puede hacer nada».
Aspiró nuevamente otra bocanada de aire, le replicó al funcionario que el documento estaba en trámite y que la oficina de extranjería… Por cuarta vez contaba la misma mentira en otra sucursal del banco. No había ningún documento en trámite. Vivía la cinta de Moebius del sinpapeles. No tenía papeles por no tener un contrato laboral y nadie le hacía un contrato laboral por estar sin papeles.
El bancario, con un «Le entiendo.», simuló empatía, pero como libreto leído, repitió la respuesta que habían dado sus colegas las tres ocasiones anteriores: «No puede hacer ningún movimiento ni cancelación de la cuenta si no presenta un documento vigente, tiene una deuda de 112 euros por gestión de cobros y penalizaciones de facturas impagadas. No puedo hacer más nada.», y terminó exculpándose: «Espero que me entienda».
Ante la impotencia, apretó los dientes y empuñó sus manos con la sangre hirviendo. El empleado lanzó la mirada de alerta a su colega, que sutilmente puso su mano sobre el teléfono. Un movimiento disuasorio que funcionó. Sabía que siendo un sinpapeles, llevaría las de perder si la policía se apersonara. Tomó su documento vencido y volvió a su piso. Una llamada interrumpió su andar. Al contestar, una voz robotizada de mujer decía: «Usted ha requerido los servicios del Banco Santander, permítanos conocer su nivel de satisfacc…», presionó con rabia la pantalla para cancelar la llamada.
Sabía que siendo un sinpapeles, llevaría las de perder si la policía se apersonara
Ya en su habitación, reposando el desayuno, la tensión con el empleado del banco y la llamada impertinente, recibió otro mensaje de Facebook: Es tu prima Matilde, ija del difunto Chelo, vive en Bogotá, pero está en la Costa, ahora le toca quedarse con nosotros mientras todo esto pasa. Sin saber ni interesarse de la existencia de esos parientes lejanos, devolvió la pregunta obligatoria:¿Todos están bien por allá?
Gracias a dios sí y los tres puntos que se muestran cuando el otro está escribiendo comenzaron a titilar. Esperó la respuesta que llegó cinco minutos después. Una larga nota como la inicial, pero más directa: Solo una novedad, El Flaco Mendoza, el pelao, no el viejo, se murió en tierras gringas, escribió sin anestesia y prosiguió. En esta ocasión, en lugar de aire pareció inspirar una gélida tristeza que se dispersó por el resto de su cuerpo a medida que leía. El Flaco, su amigo de infancia y primer amor prohibido se había muerto en Nueva York, tenían casi la misma edad y compartían un mismo rumbo en distinto lugar, eran migrantes sinpapeles. Aunque la nota no tenía rastros de sentimientos, pudo percibir el dolor de su padre al escribirla. Sabía que lo quería como a un hijo y que Carmenza, su madre, estaba destrozada y sin la posibilidad de repatriar el cuerpo de su hijo. Era un dolor sin fondo. Sintió angustia y percibió el miedo de su padre.
El Flaco, su amigo de infancia y primer amor prohibido se había muerto en Nueva York, tenían casi la misma edad y compartían un mismo rumbo en distinto lugar, eran migrantes sinpapeles
Rompió a llorar y sus dedos solo pudieron anotar un escueto: Gracias por informarme, padre. La respuesta no se hizo esperar, parecía que ya estaba escrita: De nada ijo, cuídate de esta peste, te queremos devuelta. Hacía más de tres años, desde que se hizo público el amor de su hijo hacía otros hombres, no había vuelto a decirle algo bueno, bello o tierno. Y desde hacía dos años, cuando decidió vivir bajo el nombre de Natalia e irse a Barcelona, su padre cortó toda comunicación.
La lucecita verde de conectado se apagó, ya era la 1:15 y Natalia se preparó para su rutina diaria de recibir y entregar alimentos en el improvisado y necesario banco de alimentos hecho por sus colegas.
Dedicado al Flaco y a la Red de Cuidados Antirracistas de Barcelona
En un contexto de violencia asfixiante, la juventud de El Salvador tiene pocas opciones para salir adelante. Muchos eligen huir, migrar hacia Norteamérica o Europa en busca de una oportunidad. Otros, los menos afortunados, deben enfrentarse como puedan a la realidad, incluso si esto implica unirse a alguna de las pandillas que acosan este pequeño país centroamericano desde la década de los noventa. En el siguiente relato, Miguel nos habla sobre las amistades de infancia que se rompen por culpa de los caminos que elige cada uno para sobrevivir en el contexto salvadoreño.
Marabunta
Por: Miguel Ayala
Siempre dijo que su nombre era así, con s, Daniels. Aseguraba que su tata lo había asentado estando a verga. Los demás creían que lo hacía para parecer cool, pero quizá su cabeza imaginativa daba pataditas bilingües y en realidad quería llamarse Daniel’s, como indicando que el mundo le pertenecía. Yo tenía doce años cuando lo conocí; él, quince. Antes de presentarnos Raúl me dijo: «Te va a caer bien, es buen vacil el maje». Estaba lleno de ideas, de jovialidad y aspiraciones nobles, que contagiaban a todos, pero que ardían como llamarada de tuza. Conectamos rápido, a base de encuentros casuales, amigos en común y gustos compartidos.
Cuando no se encontraba conmigo, pasaba medio tiempo con una abuela en Cojute o con la otra en Ilopango. «¡Que jode este pinche mono! Pero no es malo el cipote», solía decir la de Cojute. Su nana estaba en la yusa y del tata nada sabíamos, así que el peche Raúl, Arturo, Joél, Ramiro, el sarco y otros más funcionábamos como una familia subrogada, en la que denominamos tácitamente a Daniels como el hermano mayor.
En vacaciones solíamos vernos a diario para cocinar, ver películas y hacer guerras de agua –noble deporte que consiste en agarrarse a pijazos con bolsas llenas de agua–. Cuando teníamos clases nos mirábamos menos, aun cuando Daniels encontraba la forma de huir de su colegio, tomar un bus desde Ilopango y encontrarnos a la salida del cole: «A este paso te vas a graduar con nosotros», bromeaba el sarco. Daniels había estudiado en nuestro mismo liceo, pero lo sacaron por mala conducta. Nunca supimos la razón, pero él afirmaba que llenó todo un salón de hormigas rojas, guerreras, que casi se hartan vivos a sus compañeros y dejaron medio choco a otro. «¡Vieras, maje! ¡Salieron hecho un pedo y se cagaban del miedo!», contaba con orgullo. Yo solía creer todas sus historias, aunque Joel me decía: «El cerote del Daniels solo es casaca, maje».
El peche Raúl, Arturo, Joél, Ramiro, el sarco y otros más funcionábamos como una familia subrogada, en la que denominamos tácitamente a Daniels como el hermano mayor
Un día llegó emocionadísimo diciendo: «Así sin pajas, te juro que me vuelvo cristiano», a lo que Arturo preguntó «¿A qué chera le querés caer, maje?», pero resulta que no había ninguna mujer y sus motivaciones, aunque secretas, parecían justas. Y adonde Daniels iba nosotros también. Durante un tiempo nuestros vaciles regulares fueron reemplazados por vigilias, cultos y retiros juveniles. En cuestión de meses todos nos habíamos involucrado de una manera u otra, pero fue Daniels el del mayor cambio. Había encontrado una nueva vocación de evangelista y haciendo uso de su labia comenzó a llenar la iglesia de bichos. Invitaba a todos al culto de jóvenes, a las casas de oración y a las vigilias; una vez más se había vuelto el hermano mayor de todos: «Solo dios salva», predicaba con efusión y alegría a todos sus ex cheros de desvergue.
En esa época, su círculo se comenzó a expandir tanto que se volvió una elipse y yo me encontraba lejos de su centro de influencia. El sarco lo solía ver bastante, decía que se juntaba con unos majes llamados Pepe y Erick, dos hermanos menuditos que vivían a las orillas del Piro, el río chuco que llevaba toda la mierda del pueblo. «Que tufo a caca tenés, bicho cagado», le dijo un compañero a Pepe una vez, y este le reventó la cabeza con una manopla de hierro que llevaba en la mochila. Lo expulsaron un mes y se la pasó todo el tiempo con Daniels, que quería llevarlo a los pasos del señor, pero en realidad terminaron fumando mota a orillas del río de caca. Lo vi ocasionalmente un par de veces durante esta época, pero no supe más de él.
Meses después Joél llegó a mi casa todo alebrestado diciendo: «Maje, maje. Metieron preso a Daniels»; Yo me reí y respondí: «Solo sos paja, maje. No se pasa de fumar mota a estar preso así como así». Joél, más trucho en materia de la calle, me explicó pacientemente que «No seas pendejo, maje, lo que pasa es que andaba un vergo de mota. Andaban en chuzón con el Pepe y se subió la jura a catear. No podían hacer nada y el Daniels se sacrificó por el pepe». Seguí sin creerle y pensé: “a la cárcel solo van los mareros”. `Pero al final la historia fue cierta, y Daniels estuvo preso por seis meses, en el penal que estaba justo a unas calles de mi casa. Durante este tiempo no escuchamos más que rumores y no tuvimos el valor de visitarlo; seguimos nuestras vidas mientras él se pudría en un penal cuya estructura descendía en espiral, como infierno dantesco, pero en este caso los traidores estabamos afuera, impunes. Cuando salió nos miramos dos veces; la primera vez se rió al verme y me dio un gran abrazo. La siguiente, me visitó en casa, y me habló un largo rato sobre la cárcel, sobre la necesidad que esa gente tenía de dios, sobre sus deseos de terminar el colegio, de ser joven, de poder vivir. Pero luego me di cuenta de en realidad me quería distraer para robarse un anillo de mi madre.
Terminamos el bachillerato y meses después, el peche Raúl salió de mojado pa’l norte. Fue el primero. Después le seguiría el sarco, que se largó para Argentina y, a los que quedaron, yo los miraba menos. Mucho tiempo después, Joél vendría, de nuevo a contarme que Daniels estaba preso otra vez. Le creí sin rechistar, y luego agregó: «Cuando salió la primera vez de la cárcel me dijo que tenía la opción de irse del país y me pidió consejo. Yo le dije que se fuera, pero no le gustó que le dijera eso. Él quería que le dijera: “Quédate, aquí. Supérate aquí”. Pero yo sabía cómo iban las cosas y, cabal, al mes de haber salido, ya andaba metido con los bichos de esa zona». Ese mismo día, Joél me puso al tanto de lo que se rumoraba: que Daniels era marero desde hacía meses, que se había webiado unos phones, que escapó con los homeboys en un pick up, que la policía le disparó en el brazo, que lo dejaron tirado en un hospital.
Yo lo miraba y pensaba que no quedaba duda, que ahora era un marero hecho y derecho, que en El Salvador nadie te salva.
Días después de escuchar toda la historia, caminaba a la casa de un amigo cuando lo vi: Estaba afuera de unas bartolinas, sentado bajo la sombra fresca de un árbol de maquilishuat, rodeado de pétalos rosas y policías gordos, con los que conversaba con normalidad. Al principio creí que simplemente estaba siendo sociable, pero al ver su brazo enyesado comprendí que los rumores, aunque absurdos, eran ciertos. Yo lo miraba y pensaba que no quedaba duda, que ahora era un marero hecho y derecho, que en El Salvador nadie te salva. Miraba su rostro y no podía asociarlo con los de los mareros de mis paranoias, con los de quienes me habían asaltado tantas veces, con los de quienes renteaban en mi barrio, ni con el rostro del que amenazó con decapitar a mi familia. Lo miraba y pensaba en el tipo que creía que sus sueños predecían el futuro, el que reunía a todos en mi casa, el que nos invitaba a comer, aunque se quedara sin cinco. Pasé caminando lento y nuestras miradas se cruzaron; al mirar mi rostro compungido se mordió el labio y se rió, como diciendo “La cagué maje” y yo seguí de largo, pero en realidad quería regresarme, abrazarlo y decirle: “No, maje. La cagué yo; la cagamos todos”.