Beatriz Calcaño no abandonó su querida Venezuela por gusto. Siguió el camino que había seguido su hija años antes y se mudó a Barcelona; abandonando su patria, como han hecho y siguen haciendo miles de venezolanos y venezolanas que huyen de una realidad que los ahoga. Así, en 2017, a sus sesenta años, dejó atrás su casa y las pertenencias más íntimas. En “Diario breve de incertidumbres”, Beatriz Calcaño cuenta, por medio de la poesía, las angustias y los miedos a los que tuvo que enfrentarse durante el primer año en Barcelona, en el que muchas veces se sintió como un fantasma, invisible a los ojos de los demás.
Diario breve de incertidumbres
Por: Beatriz Calcaño
Febrero
Quemo casi todas mis naves y llego a una Barcelona fría y húmeda
Comienzo de inmediato las clases de catalán
el primer día que tomo el metro un músico toca El cóndor pasa
y se me salen las lágrimas
nos empadronamos en el Ayuntamiento
Los ánimos están altos
Marzo
Llevamos los papeles a extranjería
Cruzamos los dedos
Todavía hace frío
En la clase de catalán
Nos mandan a escribir una pequeña redacción
Yo escribo sobre Caracas con las veinte palabras y los cuatro verbos que sé
Unas de ellas: Caracas, et trobo a faltar
Abril
Comienzan en Venezuela los disturbios
El ánimo decae
El móvil arde con las noticias y videos que envían
me caigo en la calle y me fracturo una costilla
como si mi cuerpo se sintiera culpable por no estar allá
Migrar es transformarse. No solo cambian los acentos, las comidas, los amigos y las costumbres: cambia también la percepción de lo que nos rodea, las emociones, el alma. Cuando Amaury Veira Huerta decidió salir de México para ir a vivir con su pareja a Barcelona, jamás se habría imaginado cómo estas transformaciones lo atravesarían, hasta el punto de tener la necesidad de convertirse en alguien más para poder sentirse nuevamente él. En este texto, Amaury cuenta cómo fue su proceso de adaptación y utiliza elementos de la ficción para narrar la manera como la experiencia de migrar lo cambió para siempre.
Algún otro nombre
Por: Amaury Veira Huerta
Al volar el alma no me acompañó, se quedó vagando por el aeropuerto de la Ciudad de México. Sospecho que la dejé cuando pasé por los rayos X. La señora que veía el contenido de mi mochila en su pantalla la notó primero, era una mancha oscura metida entre un cuaderno. Sin embargo, cuando me pidió abrir el equipaje no la encontró y aunque rebuscó entusiasmada entre las páginas llenas de garabatos, no estaba por ningún lado. La señora hablaba de tráfico de drogas, pero yo sabía que no me estaba diciendo la verdad.
Aquella mancha era mi alma, era oscura porque ya venía rota. Era un alma inestable y voluble, pero mi alma al fin y al cabo. Digo que era mi alma pero tal vez era mi consciencia o mi saber estar; un saber estar que me permitía calcular, medir y finalmente actuar en consecuencia. Esa alma perdida era un espejo por el que se reflejaba el mundo, un reflejo que solo yo podía ver y que ahora había súbitamente desaparecido. Sin aquella mancha mis reacciones comenzaron pronto a ser un acto reflejo, un acto de supervivencia o un acto del instinto. En definitiva, esa mancha me ayudaba a resistir la alienación.
Al volar, el alma no me acompañó, se quedó vagando por el aeropuerto de la Ciudad de México. Sospecho que la dejé cuando pasé por los rayos X
Sin su alma mi cuerpo se quedó desprovisto de una cierta claridad, ausente de sí mismo. Poco a poco fui cayendo en un sueño, aún sabiendo que estaba despierto, porque tampoco podía dormir. En el avión y en los pasillos del aeropuerto de Los Ángeles, donde hice una escala de seis horas, me sentía levitar. Lo veía todo con los ojos de un espectador ausente, con los ojos de alguien que ve el televisor. Si el mundo era un programa de la tele, yo parecía ser un personaje secundario al que van a matar en cualquier momento. Como un presagio, me sentí el chico negro de las películas californianas.
Llegué a Barcelona en otoño, la luz del atardecer entraba por las ventanas del aeropuerto y llegaba hasta la banda del equipaje donde, en un rincón, comenzaba a preocuparme de verdad. Esperaba que al verlo las cosas volvieran a la normalidad, aunque me resultaba imposible recordar cómo era esa normalidad. Cuando llegó nos abrazamos, sentí su cuerpo y su olor por fin, pero no parecían removerme de ninguna manera. Me di cuenta de que no sentía deseo, aunque tampoco miedo. Visto con esa nueva mirada, aquel hombre se comenzó a develar también de otra manera.
Hicimos lo que sabíamos hacer, que básicamente eran largos paseos entre campos y polígonos industriales. El viento fresco me resultaba tranquilizante, mi cuerpo no se cansaba, pero mi mente seguía distante. Entre nosotros también nos fuimos distanciando, cada día un poco más. Tal vez era lo mucho que me costaba seguir las conversaciones, una sola palabra pasajera era suficiente para distraerme y divagar. A veces respondía a las preguntas, otras, me quedaba pensando en no sé qué cosas.
Pero mis piernas seguían y mis manos sostenían y yo podía estar. El sexo me sacaba momentáneamente de aquel estado ensimismado, aunque una vez me venía la distracción, volvía. En esos fugaces momentos de lucidez sentía con mayor intensidad el sinsentido de mi vida y de mi circunstancia en aquella periferia de Barcelona y con aquel hombre que parecía ir cambiando de a poco, que se iba haciendo su propio monstruo. A aquel hombre lo había consumido el deseo, o al menos eso pensaba yo, en esas madrugadas cada noche más frías. De repente el sexo dejó de interesarme y fue ahí cuando lo nuestro se desmoronó, se desmoronó tan rápido que terminó siendo una torre de arena y no el fuerte inquebrantable que yo pensaba, o que mi alma me hacía pensar.
El invierno llegó y mi piel se hizo amarilla, el viento fresco que antes me tranquilizaba se me metió en los pulmones y me provocó una fuerte bronquitis que me dejó sin poder respirar y terminé en el ambulatorio. Tosía por las noches y por las mañanas escupía un gargajo verde, gordo y gelatinoso. Pensé que me curaría solo de todo lo que me iba pasando, que el tiempo lo disiparía, pero ocurrió todo lo contrario. Todo aquello se enquistó en mi.
Pensé que me curaría solo de todo lo que me iba pasando, que el tiempo lo disiparía, pero ocurrió todo lo contrario. Todo aquello se enquistó en mi.
Habían pasado más de seis meses cuando llegó la primavera, era para entonces un fantasma que se había familiarizado con su nueva vida en Barcelona. También era como un perro al que sacaban a pasear junto a los perros reales, contento de salir, sin nada que decir, sin ninguna posibilidad de decidir. Era un perro fantasma vagando por el Besòs, entre las cañas y los carrizos, viviendo con intensidad la rutina interminable de todos los demás.
Para entonces empecé a beber y beber. Barcelona me provocaba con sus terrazas y sus cervezas baratas de las tiendas pakistaníes. En un par de ocasiones los tenderos me hablaron en urdu pensando que venía de Pakistán; en otras, un par de guiris me quisieron comprar mis cervezas por la calle, pensando que era un latero.
Recuerdo esas noches donde salía ya bebido de casa, en medio de la soledad me iba aflorando una mancha nueva, un alma incipiente que era en realidad el gas de un eructo ácido. Había un punto en aquellas excursiones donde recuperaba la placentera sensación de estar de nuevo completo, al menos momentáneamente.
Al comienzo del verano seguíamos juntos aunque ya completamente distanciados. Un amigo suyo vino un día de visita y cuando me vio le preguntó: “¿Por qué no me habías dicho que tu chico era negro?”. Al poco tiempo dejé de reconocerme en el espejo. En el reflejo veía al personaje secundario al que pronto iban a matar.
Un amigo suyo vino un día de visita y cuando me vio le preguntó: “¿Por qué no me habías dicho que tu chico era negro?”
Comencé a reconocerme en toda la vulnerabilidad que sin saberlo poseía. Transformarme en alguien más resultó pronto una necesidad. No podía seguir siendo un perro fantasma. Ese deseo fue el primero que sentí en mucho tiempo. Me rasgué los ojos y los testículos, cambié la forma de mis labios y me abrí la lengua en dos. Me desnudé de mi antigua forma y me vestí de mi propio monstruo. Nadie me pidió explicaciones y, si lo hicieron, posiblemente no los escuché y no respondí.
Al cabo de un año vivía en un portal de Plaça Universitat, lejos del río. Un día mientras cagaba, sentí que el alma volvía a mi cuerpo. Era una mancha diferente que no sabía si en realidad había venido de algún otro lugar o si había nacido de ahí, de ese otro cuerpo. Y nos acoplamos rápidamente, al ritmo de la respiración.
Barcelona, primavera de 1978. Beatriz Restrepo aterriza desde Medellín, Colombia, con veinticuatro años y lanzándose a la aventura de salir por primera vez de su país a pasar unos meses de vacaciones en esta ciudad. Al llegar, se aloja en una habitación de un piso compartido cerca de la plaza Francesc Macià. Ahí, y en muy poco tiempo, se ve envuelta en un enredo de lo más inusual. El escenario: el patio de luces donde tiende su ropa. Los personajes: ella y su vecino voyerista y, en medio de ambos, bragas secándose al sol. En el siguiente relato, Beatriz cuenta esta anécdota de sus primeros meses en Barcelona.
El patio de luces
Por: Beatriz Restrepo
«2.º – 1.ª, acuérdate: quiere decir que el piso es en la segunda planta y de las cuatro puertas es la número uno. ¡No te equivoques!», me repetía.
Esa fue mi primera casa en Barcelona. Entré en ella el 23 de mayo de 1978, a las 10 de la noche. El viaje más las horas que tuve que esperar a mis compañeras de piso me pasaban factura. Solo deseaba estirarme en una cama y dormir todo el tiempo que mi cuerpo pidiera.
Por la mañana recorrí el piso para empezar a familiarizarme con él. Tenía una gran sala comedor con chimenea, tres habitaciones, un baño, la cocina y un patio de luces para secar la ropa. Este patio me impactó: cuando miraba hacia arriba, solo veía diez pisos y un rectángulo de cielo. Entraba poca luz y nunca, el sol. Tuve miedo de que mi ropa no se secara. Odio la ropa húmeda.
El piso no tenía lavadora y durante un tiempo utilicé la lavandería comunitaria, teniendo que superar el repelús que me provocaba lavar la ropa donde antes había lavado quién sabe quién. Este desasosiego se acabó cuando en julio pude comprar mi primera lavadora. ¡Qué tranquilidad cuando la instalaron! Me dije: «Ahora podré lavar la ropa a mi gusto: con la temperatura adecuada, los colores separados, con el detergente para blanco, color o solo negro, con el suavizante justo y el centrifugado mínimo para que no quede ninguna arruga… ¿Y el secado? Tema súper importante. El algodón debe dejarse un poco húmedo para poder plancharlo y, todo lo demás, al aire. Eso sí, no puedo olvidar recogerlo antes de que llegue la humedad del atardecer. El tendido no puede dejar marcas: las blusas en sus perchas, los pantalones por el revés y con pinzas en la cinturilla, los calcetines estirados de uno en uno, y la ropa interior ventilada y a la sombra para que no cambie de color». Con este ritual empecé una relación íntima con las cuerdas de nylon del tendedero y mi patio de luces.
Sin embargo, con Iker las cosas eran diferentes… ¡Un día lo descubrí espiándome!
Colgando la ropa conocí a mis vecinos, Arantxa e Iker, una pareja joven con un hijo pequeño. Arantxa por su pelo blanco parecía mayor que Iker, aunque al observarlos con atención se podía ver que eran como de la misma edad. Ella era activa, simpática, alegre y muy conversadora. Por el contrario, Iker era callado, de aquellas personas a las que tienes que sacarles las palabras con ganzúa y que se ponen coloradas cuando las miras. Era un hombre muy tímido, sin embargo, tenía mucho encanto. Podría decirse que físicamente era más atractivo que Arantxa.
Ella se maravillaba de lo bien que tendía la ropa. Siempre que coincidíamos en el patio me decía: «¡Cómo se nota que vienes entrenada, si no la tienes ni que planchar!». A mí me halagaban sus palabras, que empezaron a formar parte de nuestra relación. Sin embargo, con Iker las cosas eran diferentes… ¡Un día lo descubrí espiándome!
El patio de luces era grande y las ventanas de las habitaciones daban contra él. Bien fuera de día o de noche podía encontrarme a Iker asomándose por un rincón de la cortina o por una lama de la persiana. Cuando yo salía a tender la ropa, él también lo hacía para darme conversación. Ya no era que de cuando en cuando lo viera espiándome, sino que comenzó a asomarse varias veces al día, supongo para admirar mis prendas y mirarme fijamente, como si yo no lo viera.
Llegó un momento que decidí colgar la ropa interior —mis sugerentes bragas, sujetadores y medias— en la primera cuerda del tendedero, donde Iker no las viera, para probar si así se le pasaba el morbo. Pero no, este aumentó. Por la mañana caminábamos juntos hacia el metro, en las tardes nos veíamos en el supermercado y en nuestras casas compartiendo cenas. Siempre nos mirábamos unos segundos, como diciéndonos: «Sé que lo sabes».
Foto por Nik MacMillan
Yo disimulaba, pero no podía evitar un cosquilleo en todo el cuerpo y una especie de sofoco que me entrecortaba la respiración. Me sentía deseada y al mismo tiempo podía observar sus nervios: se quedaba paralizado, a veces sin palabras, mientras que el color rojo se proyectaba en sus mejillas. Obviamente algo estaba pasando entre nosotros.
Esa sensación duraba tan solo una fracción de segundo, era imperceptible para los demás. Sin palabras, ambos consentimos nuestra relación: la de una perfecta pareja voyerista.
Después de un tiempo, Arantxa e Iker se mudaron y el patio de luces y yo nos quedamos tristes. Me había hecho adicta al intercambio de miradas furtivas-consentidas con el vecino y a la exaltación que me provocaba saberme deseada. A veces pensaba que era una pena no haber sucumbido a aquella tentación.
Nada volvió a ser igual y no volví a saber de él. Hasta que un día, veinte años después, viendo la televisión, apareció en la pantalla: era el comentarista económico del programa de los jueves. Lo observé unos segundos, recordé aquellos tiempos jóvenes y no pude evitar sonreír al pensar en nuestra inocente complicidad del pasado.